Por Íñigo Arredondo Vera
Para Joaquín, productor forestal en la Sierra Tarahumara, el almuerzo al mediodía de aquel domingo tuvo un aroma a pólvora. Fue el 29 de marzo de 2015. A tres meses de que su hijo Carlos Benjamín huyera del rancho en el municipio de Uruachi a la capital del estado, Chihuahua, por no querer unirse al cártel en turno. A un mes de que Carlos Benjamín, de 18 años de edad, regresara al rancho por no poder adaptarse a la velocidad de una ciudad. A poco más de 30 días de que su hijo fuera interceptado camino a casa por ese mismo cártel y de que fuera asesinado de un tiro en la cabeza. A dos días de entrar a escondidas a su rancho, tras presentar la denuncia en la capital.
Ahí, entre el dolor de la pérdida de un hijo y con el pensamiento en la amenaza que recibió, Joaquín almorzaba frijoles y tortillas a las 12:30 horas, cuando 50 hombres armados con cuernos de chivo rodearon su casa, entre los árboles del ejido, y dispararon durante siete horas.
“Una lluvia de balas. Los disparos fueron seguidos, dejaban de tirar dos, tres, cinco minutos y otra vez... pero de diferentes lados”, cuenta Joaquín, quien desde ese día no regresa a su tierra por seguridad y porque ya no queda nada: “Le prendieron fuego a todo”.
Explica que el crimen organizado empezó a llegar con fuerza a la zona a fines de 2014, invadiendo terreno.
“Apropiándose, y en algunos casos, obligando a la gente a que trabaje para ellos…”.
El ejido en el que vivía se dedicaba a la producción forestal, con permisos otrogados por los técnicos del estado. Joaquín comenta, desde el destierro, que al menos 200 de las 400 personas que había en el lugar han salido por la misma situación. El crimen organizado detuvo la producción forestal para que todos los ejidatarios les vendan a ellos la madera. “Buscan lavar dinero”, dice Joaquín.
“El crimen organizado ahorita está metido en todos lados, no nada más en la siembra de estupefacientes y en el trasiego, evidentemente el crimen organizado está en esta relación madereros-empresarios. Hacen acuerdos con las bandas de delincuencia organizada para que los protejan, los apoyen en sus actividades. En la sierra en este momento no puede acontecer nada sin la anuencia del crimen organizado. Cuando digo nada, es nada”, enfatiza Isela González directora de Alianza Sierra Madre, organización no gubernamental que acompaña a las comunidades indígenas en el ejercicio de sus derechos colectivos.
Desde 1980 una asociación civil en Chihuahua encontró registros de denuncias por parte de comunidades indígenas en la sierra por robo de madera. Julio Baldenegro, líder rarámuri, fue asesinado a tiros en 1986 por pelear contra los talamontes. Se denunciaban también sembradíos de marihuana. Años después, a Isidro Baldenegro, quien retomó la lucha de su padre, la policía le sembraría semillas de marihuana y un arma para procesarlo después de detener camiones con madera ilegal. A más de 10 años de su liberación y menos de uno de su homicidio, la sierra es testigo de cómo sus habitantes han tenido que huir para sentirse seguros en algún otro sitio.
A un costado de la carretera de Bocoyna a Creel —en la tarahumara—, se encuentran unas casetas blancas de seguridad para proteger alrededor de 60 hectareas de bosque. Ahí, en el municipio de Bocoyna, se planeó la conservación de semilleros con mandato federal. En ese lugar, a la vista de todo aquel que transita por la carretera, entraron, por meses, talamontes protegidos por hombres armados. Primero en la noche, luego durante el día. Después en el ciclo del sol y la luna, daba igual.
El sonido de los autos sobre la carretera, a más de 80 kilómetros por hora, era acompañado por el golpe seco que genera un árbol al caer al suelo, derribado por las motosierras de los talamontes.
En imágenes satélitales puede verse cómo esta área protegida era verde y en 2015-16 se volvió color ocre. En un informe de la oficina de la Comisión Nacional Forestal en Chihuahua se documenta que en 2015, en la zona de San Juanito —a poco más de 10 kilómetros de distancia de la reserva federal—, las principales causas que provocaron la baja productividad e ineficiencia de la industria de aserrío fueron el “clandestinaje e inseguridad”.
En el lugar donde hasta hace 18 meses había árboles centenarios, con altura superior a 30 metros, está Joel, ex empleado de seguridad forestal, analizando el corte que los talamontes hicieron en el área que ahora parece una zona de guerra. El rastro del fuego provocado por los talamontes, práctica habitual para cubrir sus huellas, deja lo que queda del árbol de color negro. Si uno levanta la vista se alcanzan a ver decenas de troncos negros cubiertos por la hierba que ha crecido en el último año. Más adelante, hay árboles jóvenes, con troncos muy delgados, que apenas recuperan sus hojas verdes y que también quedaron marcados por el fuego. El camino que usaron los talamontes para sacar la madera en camiones está marcado en el pastizal. La entrada y salida se hallaba a 200 metros de la caseta de vigilancia, donde el único oficial se esconde si observa que algún coche que no identifica se detiene en la entrada.
Joel cuenta que la mayoría de los talamontes son mestizos o indígenas de la zona, por lo regular forzados por el crimen organizado a integrarse en sus filas. Reciben entre 2 y 3 mil pesos para cortar, ordenar, sacar la madera, y luego, incendiar el área.
“Normalmente este tipo de actividades son rápidas y como son a mata sierra, creemos que en un día pueden tumbar hasta 100 árboles y transportar esa misma cantidad en un solo día, no hubo quien los frenara”.Lo normal es ver salir entre cinco y 10 trailers al día con madera de tala ilegal, cuenta Joel, quien encontró en sus investigaciones que esa madera era enviada a los aserraderos de San Juanito, algunos de los cuales ya están controlados por el crimen organizado, para hacerla legal. Despúes se transportaba a Guadalajara, Monterrey y Aguascalientes.
De acuerdo con la Procuraduría de Protección Federal al Ambiente [Profepa], 30% de la madera que se procesa en México es de origen ilícito, es decir, cuatro de cada 10 árboles que se talan no tienen autorización de la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales [Semarnat]. Jesús Alarcón, investigador del Instituto Mexicanos para la Competitividad [IMCO], explica que este escenario repercute en desforestación indiscriminada, reducción de 19% en la rentabilidad de los productores legales, menor recaudación fiscal y una pérdida impositiva directa de más de 500 millones de pesos al año.
“Una investigación del IMCO calcula que el valor de la tala ilegal es de 2 mil 650 millones de pesos al año, monto que equivale a 2.7 veces el presupuesto de la Profepa. Los decomisos de madera representan sólo 0.3% de la producción anual. Las inspecciones forestales representan 28% del total que lleva a cabo la dependencia. Es decir, cada inspección tendría que abarcar una extensión de 11 mil hectáreas para vigilar una vez al año los bosques y selvas del país”, señala.
En todo Chihuahua, la Profepa tiene 12 empleados para inspecciones y vigilancia del bosque. Bajo los estándares de la procuraduría, Chihuahua posee cuatro zonas críticas: Balleza, San Juanito, Guadalupe y Calvo, y Guerrero en Tomochi. El subprocurador de Recursos Naturales de la Profepa, Ignacio Millán, dice que los trabajos ahí “son complicados”.
“Tenemos que actuar con cuerpos de seguridad, porque hay actividades diferentes a las cuestiones ambientales. Hay que manejar diversas estrategias, en algunas ocasiones es preferible ir solos a llevar los cuerpos armados, porque esto propicia cierto tipo de malestar o de agresividad hacia los inspectores”, comenta.
Esta diversificación de mercados en el crimen organizado ha forzado no solo a la tala para el sembradío de marihuana y amapola, sino también a la compra y venta de madera y la apropiación de aserraderos, así como de permisos de aprovechamiento forestal emitidos a ejidos serranos. Mediante intimidación, acoso, amenaza, secuestro y asesinato se han hecho de tierras.
“La presencia de plantíos ilícitos no es el problema, es el tipo. El problema es la no presencia del Estado. La amapola empieza donde acaba el concreto. Hay que hacer más infraestructura, hay que ampliar la agrupación de servicios públicos en esas regiones. Legitimar el Estado. Un proceso largo y complicado”, considera el experto en seguridad Alejandro Hope.
Gabino Gómez, coordinador del área de personas desaparecidas del Centro de Derechos Humanos de las Mujeres de Chihuahua, explica que el desplazamiento es un problema invisible. No hay cifras. Sabe de comunidades enteras que se vaciaron, que en el municipio de Madera, entre la llanura y la sierra donde había poblados de 5 mil personas, ahora sólo quedan 500. “Hay una cadena de hecho, sufren desaparición, son desplazados y luego amenazados”, sentencia.
El gobierno estatal reconoció este año el desplazamiento forzado y hace poco más de un mes la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas [CEAV] de Chihuahua comenzó una investigación para determinar la cantidad de desplazados. Tiene identificados 685 casos en el estado, que equivalen a 126 familias, hombres, mujeres y niños. Irma Villanueva Nájera, coordinadora de la CEAV estatal, detalla que entre 60 y 70% de los desplazados han sido víctimas de algún delito. Los principales motivos para huir: amenazas y despojo de sus tierras, muchas veces para sembrar enervantes, relacionados con la tala o simplemente porque se quieren quedar con su propiedad.
“Por la violencia se sienten inseguros allá y salen antes de que les suceda algo”, explica Villanueva. “Una de las situaciones difíciles es que la gente ni siquiera se asume como desplazada. Otra es el temor. Temor real de que quienes los amenazaron o despojaron los puedan ubicar donde se encuentran. El miedo de reconocerse en esa situación. Otro problema es que sabemos que hay comunidades vacías en Madera, pero no sabemos en dónde están sus habitantes”.
Se han acostumbrado al sonido. Lo pueden identificar a kilómetros de distancia. Entre el silencio y el viendo del bosque, escuchan el crujir de las ramas o el rugido de la motosierra, señalan un punto en el cielo y dicen: “¡Allá están tumbando pino!”. Identifican el canto del ave, como el sonido de la lumbre consumiendo la leña para el café con pinole y ahora identifican el derribo de los árboles. Los ven pasar ya sea en el día, en la tarde o en la noche. Andan en camiones con 10 a 15 personas a bordo. Algunos llevan armas y en el camino disparan al aire. Así se adentran a la sierra, a los caminos que los indígenas han hecho por cientos de años y donde hoy no encuentran sombra porque se la han quitado de golpe. Los obligan a trabajar con ellos y les pagan entre mil y 2 mil pesos. Ninguno denuncia porque creen que ellos están cometiendo el delito. Simplemente nadie dice nada.
Un abogado de la capital del estado, que trabaja casos en la Sierra Tarahumara, entre ellos el del encarcelamiento de Isidro Baldenegro, sólo registra un expediente de tala ilegal en más de 20 años de trayectoria. Fue contra un rarámuri que fue sorprendido tirando pino para construir su casa. Es entonces que el miedo que tienen los rarámuris de la zona a realizar denuncias parece estar justificado, cuando siempre se les culpa.
Esta reunión se hizo en las primeras horas del día. En un rancho. Los indígenas llegan de distintas colinas. Evitan ser vistos por las pocas personas que pueden pasar por las veredas en la cumbre de Guerachi, en el municipio de Guachochi. Ahí comienzan a hablar sobre lo que han vivido. “Todo está tumbado. Acá ya se está acabando todo para los pobres indígenas. Más antes, no era así”, dicen varios pobladores. A uno de ellos, que fue interceptado por uno de los camiones, le pusieron el cañón de un rifle en la cara y fue obligado a subir. Ahí lo golpearon y después lo aventaron en el bosque. Hablan de ranchos que han sido baleados en medio de reuniones indígenas.
Algunos rarámuris han dejado su tierra por miedo y amenazas para emigrar a Guachochi, ciudad en la sierra que recibe gente que huye de los municipios de Guadalupe y Calvo. Sin un conteo en la zona, de pronto las casas comienzan a vaciarse. Se habla de los años 2010-11, cuando hubo un enfrentamiento entre sicarios que dejó arriba de 30 muertos. Con sigilo, los indígenas comienzan a pedir la paz que alguna vez disfrutaron.
Uno de los comisarios ejidales decidió presentar una denuncia en la Profepa. Luego de tres meses, acudieron encargados de la procuraduría y encontraron evidencia suficiente para afirmar que se había cometido tala ilegal. Después no ha pasado nada. Sólo siguen viendo a los camiones sacando madera. Ya se acostumbraron al sonido, pero no al sol que se planta con más fuerza tras la caída de los árboles.
Lo encontraron descalzo. Era el cuerpo de su hermano. José cuenta que lo levantaron cuando ya estaba dormido. Debió ser cerca de la media noche, porque lo encontraron pasada la una de la mañana. Se lo llevaron con su hijo mayor, de unos 35 años, pero a él lo aventaron en el camino muy golpeado y también descalzo. El cuerpo de Raúl fue hallado del otro lado del municipio Guazapares, cerca de la cabecera municipal de Témoris. Su hermano era el comisario y él se encargaba de vigilar el campo. José cumplió ese papel en el ejido en el año 2000. Entonces todo era muy tranquilo. La mayoría se dedicaba a la producción forestal. En esos años daban aprovechamientos forestales de 14 mil metros cúbicos y hoy apenas y dan para los 5 mil. Dice que siempre se han inflado los permisos, se alteran las actas y la madera ilegal pasa como legal. Es algo normal, expresa.
José se dedicaba al cultivo de manzana. Llegaba a entregar en el mercado de Los Mochis, Sinaloa, mil 400 cartones “plataneros” de manzana que le alcanzaban para vivir todo el año. A días de encontrar el cuerpo de su hermano, fueron a enterrarlo a Bocoyna, donde nacieron. Ahí recibió la primera amenaza de los asesinos. Los identifica como sus primos, que nunca han estado en el “lado recto”. José siguió las huellas de la camioneta que levantó a su hermano y dio con la casa de sus primos.
Por 2014 sus primos empezaron a meter a gente ajena al ejido. Se les veía pasar con el rostro cubierto. Un mes antes habían levantado a otro campesino por no ceder sus tierras, le exigían que sembrara enervantes y se negó. Días después, cuando salió de su rancho para denunciar el asesinato de Raúl, dejó a un encargado y éste le avisó que cinco hombres armados lo habían ido a buscar para “eliminarlo”. Tras esa amenaza, decidió pedir ayuda a las autoridades y fue acompañado por un comandante y un policía ministerial. Poco pudieron hacer cuando llegaron al rancho. Se toparon con dos jóvenes en la entrada. La idea de José era, al menos, vender la propiedad. Al poco tiempo “nos cayó el jefe de sicarios y 20 hombres con cuernos de chivo. Nos amagaron, me pegaron con el rifle en las partes y me dijeron que me abriera, que si no me iban a reventar y que si hablaba mataban a mi familia”.
José relata que los “sicarios” tenían ropa con camuflaje. Cuatro pistolas en el chaleco antibalas, además del AK-47. Enmascarados. Para hablar del homicidio de su hermano usa las expresiones “reventar”, “ultimaron”, “lo tiraron”. No hace ningún gesto. Lo dice manoteando. Cuando su esposa entiende que ya no quiere hablar, interrumpe y da más precisiones. Tienen tres años sin regresar al rancho, perdieron todo. Han estado en cuatro ciudades del estado buscando el hogar que perdieron. Ya no piden esa tierra, sino al menos que se la paguen. José repite, como convenciéndose, que de noche no se debe levantar a nadie, que así no deberían “reventar” a nadie, porque estaba descalzo, “estaba dormido”.