¿Por qué participaste?

Una recopilación de las historias contadas por usuarios de EL UNIVERSAL

Mi futura esposa estaba en uno de los edificios

Por René Jimro

19/Sep/2017

Escuché por radio que un edificio se había derrumbado en la colonia Condesa. Al escuchar esta noticia, sentí uno de los peores nervios de mi vida. Mi futura esposa trabaja en la calle de Ámsterdam.

Empiezo con muy amargos recuerdos sobre ese martes 19. El edificio en el que trabajo se encuentra sobre Insurgentes Sur, a la altura del Parque Hundido, en la colonia Tlacoquemécatl Del Valle, tras pasar sin ningún incidente el simulacro programado a las 11:00 horas, regresamos cada quien a nuestra oficina en el segundo piso donde labora una plantilla de 20 personas.

Era un martes normal, se escuchaban a los trabajadores cambiando la acera de Insurgentes, me levanté para ir a tomar agua del garrafón de la oficina cuando comencé a sentir una vibración atípica, lo primero que me pasó por la cabeza fue que un camión pesado estaba transitando y por eso sentía ese movimiento.

En cuanto el movimiento se volvió más violento apresuré mi paso y avisé en la oficina que estaba temblando, fueron segundos de mucha impaciencia, me aseguré que todos mis compañeros salieran a tiempo pues la luz estaba en un estado intermitente, de pronto el piso de la oficina fue envuelto en una nube de polvo y algunas computadoras se reiniciaron.

Después recordé que no llevaba conmigo mi teléfono celular, así que imprudentemente me regresé por él. Al bajar las escaleras sólo podía ver a gente corriendo y una parte de la pared desprendiéndose. En el lobby tuve que detener mi paso pues caían pedazos de mármol que adornaban el interior de la planta baja.

En el momento en que salía, vidrios y celosías caían desde quién sabe qué piso, desafortunadamente una de ellas impactó el rostro de un compañero extranjero. Toda la gente de este edificio y de las oficinas aledañas nos dirigimos al camellón de Insurgentes tratando de esquivar cualquier objeto que cayera.

El Metrobús que venía de Félix Cuevas hacia al norte se detuvo, así como dos autos que venían en el segundo carril. Sólo podíamos ver cómo seguía saliendo gente gritando y corriendo de todos lados. En ese momento no podía imaginar la magnitud que el desastre había ocasionado.

En otra de mis imprudencias ingresé al edificio y tomé un altavoz con radio, salí de nuevo del edificio y sintonicé alguna estación donde estuvieran dando alguna noticia, escuchamos que la escala preliminar era de 7.6 con la posibilidad de poder ajustarlo.

Alrededor de mí, había gente desesperada, madres llorando pues no podían comunicarse a la escuela de sus hijos y compañeros nerviosos por el mismo motivo. Las redes celulares y fijas colapsaron. Tratando de ayudar a mi compañero con su herida, escuché por la radio que un edificio se había derrumbado en la colonia Condesa pero no precisaron la ubicación, sólo dijeron en donde fue. Al escuchar esa noticia, sentí uno de los peores nervios de mi vida. Mi futura esposa trabaja en la calle de Ámsterdam.

Voluntarios civiles retirando escombro

Volví a entrar al edificio a dejar mi bocina, tomé mis cosas y le dije a mi jefa que me iba, que al día siguiente nos veíamos. No tuve otra opción que ir corriendo de Parque Hundido hasta Ámsterdam; en el camino sólo podía ver más caras de desesperación y de nervios, había mucha gente tratando de enlazar una llamada, y yo seguía muy preocupado.

No sé de cuánto tiempo fue mi recorrido a pie de la colonia Del Valle a la Condesa, pero en el camino vi una azotea en llamas, un helicóptero de la marina sobrevolando a la altura de Viaducto, que fue cuando logré comunicarme con mi madre, mi padre y mis hermanos, pero de mi novia, aún no tenía un dejo de noticia.

Apresuré mi paso, pude ver gente desalojada de edificios donde el daño era más evidente, y conforme más me acercaba al punto donde trabaja mi prometida, más nervios sentía; al tomar la calle Michoacán ví el Superama cerrado y muchas personas corriendo hacia donde yo también debía de ir. Al acercarme al lugar, no dí crédito a lo que veía, el edificio de Laredo y Ámsterdam reducido a escombros.

Caminé media calle más sobre esa misma acera y ví a mi novia afuera del portal donde laboraba desde hace tres años. Al verla sentí un alivio infinito.

Le abracé como si no le hubiese visto hacía muchos años y con lágrimas a punto de salir le dije, - qué bueno que estás bien. Le di mi mochila, saqué mis calleras de piel del gimnasio y le dije: -Voy a ayudar, sólo escuché que me gritó -¡Con cuidado!. Me puse a quitar escombros de la calle, y entonces la persona encargada de la seguridad en ese edificio comenzó a alzar la voz diciendo que le hacían falta muchas personas, que se habían quedado adentro.

En ese momento un grupo de dos bomberos, dos policías, el guardia, cuatro civiles y yo subimos sin pensar en las consecuencias que podría haber en caso de alguna réplica o de que alguna loza estuviera frágil.

Levantando el puño

Al llegar a los puntos más altos de los restos del edificio comenzamos a escarbar, se metieron dos civiles, los vulcanos sólo nos daban instrucciones, al cabo de diez minutos logramos hacer una especie de túnel e inmediatamente la persona de seguridad gritaba que dieran señales de vida. Las otras dos personas y un policía les pedimos que se retirara del lugar, pues sólo estaba entorpeciendo lo poco en lo que podíamos ayudar.

Todo era desesperación, pero nosotros en el punto más alto veíamos como llegaba más y más gente a tratar de retirar escombros, poco a poco fueron subiendo más personas para ayudar a pasar material, cubetas, cubrebocas, botellas con agua. Y así fue que durante más de tres horas que estuve ahí, ayudando a retirar piedritas y piedrotas, un horno de microondas, un lavabo, vajillas, cuadernos, artículos de cocina.

Hasta que pedimos silencio total y escuchamos una voz que decía solamente -¡por aquí estoy!, en ese momento se corrió la voz inmediatamente y la gente aplaudió. Pero ni nosotros que estábamos a metros de donde es escuchaba la voz sabíamos por dónde seguir escarbando para dar con la persona.

El guardia de seguridad sólo me preguntaba que si era una voz de hombre o de mujer, le dije que no sabía bien, pero que se distinguía de mujer. -Pregúntale cómo se llama, por favor, me decía; seguíamos sacando escombros, parecía que no tenía fin.

Hasta que pedimos silencio total y escuchamos una voz que decía solamente -¡por aquí estoy!

Hasta este punto sólo voy a decir que vi algo que nunca había visto tan de cerca: una mano aparentemente sin vida, decidimos esto guardarlo y no decir nada para no propagar miedo o psicosis.

El policía que estaba con nosotros se encontraba haciendo una llamada a quien deduzco que era su esposa y su hijo, pues sólo escuchaba que entre lágrimas y con un nudo en la garganta le decía -Sí, papi, no pasó nada todo va a estar bien, pásame a tu mamá. ¿Sí? Bueno, todo mal, se cayeron muchos edificios y hay demasiada gente atrapada dentro de ellos.

No quise prestar más atención a detalles, seguí ayudando a sacar escombros, en ese poco tiempo que estuve ahí, aprendí qué es un polín, aprendí a apuntalar, aprendí qué es una maceta; pero lo más importante, aprendí del trabajo en equipo y la dedicación que tenemos los humanos para apoyarnos en los momentos más difíciles.

Nuestra ayuda se dio por terminada cuando arribó el Ejército Nacional al lugar y nos pidieron descender de los escombros. Fui por mi novia, que estaba abajo esperándome; preocupada por cómo me veía sólo se limitó a abrazarme y me dijo que era muy valiente, pero que había arriesgado mucho estando ahí.

Tuvimos que tomar el Metro para poder llegar a nuestro departamento ubicado en la Magdalena Mixhuca y de verdad, me sentía muy cansado pero más que otra cosa, me sentía devastado al no poder haber ayudado a rescatar a alguien, estuvimos ahí muchas personas hincadas, acostadas, rasguñadas, con cortadas en las manos y sin fuerza, esto me hizo sentir muy mal.

Llegando a nuestra residencia, notamos que en la colonia no había pasado nada más que el susto de los vecinos. Ese día no pudimos dormir mi novia y yo, sólo podía recordar todo lo que vi, la preocupación, el sopor, los nervios y la impotencia que viví.

Desde entonces la ropa, los zapatos y el reloj que traía ese día no los he vuelto a usar, pues me vuelven los recuerdos.


“El temblor se ensañó con los que menos tienen”

Por Aaron MP

19/Sep/2017

Encontré que todos estamos dispuestos a ayudar y no puedo quitarme de la cabeza ¿por qué no lo hacemos siempre? ¿Por qué esperamos a que suceda una tragedia para ir a ver a los que viven una  todos los días?

Trabajo en la colonia Roma, atrás de la fuente de la Cibeles, en un octavo piso (en realidad se trata de un piso 11, ya que tenemos 3 pisos de estacionamiento). Afortunadamente, ese día estaba en otra área en el piso 2. Sentí los primeros movimientos y constaté por el movimiento de las persianas mi peor miedo, estaba temblando.

Lo comenté y, para mi sorpresa, el hombre con el que estaba reunido (poco más de 1.80m y con un sobrepeso extraordinario) no tardó más que dos segundos en salir corriendo.

He de ser sincero, me contagió la histeria y lo seguí; salíamos por las escaleras de emergencia, fabricadas en acero, cuando sentí el primer jalón. Impresionante, logré bajar al primer descanso y sentí un segundo jalón y un tronido, un edificio a menos de una cuadra sobre la calle de Puebla se había caído.

Seguí corriendo hasta encontrarme en el estacionamiento, cuando ya era imposible caminar sin riesgo a tropezar y caer. Alcé la vista y para mi horror el vaivén del edificio era considerable, comencé a buscar hacia donde correr en caso de que se derrumbara, con la esperanza que lo hiciera hacia otro lado, de lo contrario, no tendríamos escapatoria.

"En cada lugar hay una historia parecida, el temblor se ensañó con los que menos tienen"

Las personas que habíamos dejado atrás en nuestra huida, comenzaron a gritar del miedo, hombres y mujeres indistintamente, todos con el miedo de verse atrapados entre paredes y vidrios y a merced de la fuerza descomunal del temblor.

Una vez que el movimiento paró, corrí hacia la salida, tres pisos de un estacionamiento a oscuras, con las alarmas de los autos sonando, motocicletas caídas y polvo, mucho polvo. Conforme bajaba pode ver como algunas grietas se habían formado en las paredes; mi corazón solo hacía que mis piernas recibieran la orden de seguir corriendo. A los gritos ahora se les sumaba el llanto y las instrucciones de alguien que quería, en un control aparente, guiar a las personas.

Logré llegar a la calle, solo para constatar que mi temor era una realidad, más polvo y un olor dulzón inconfundible a gas incrementó el miedo. Mi primera reacción fue llamar a mi esposa, contestó y mi corazón bajó a la mitad su ritmo cuando me dijo que mis hijas estaban bien.

Esperé a mis compañeros, que poco a poco, minutos acaso, llegaban a la calle, blancos del susto.

Los encargados de protección civil trataban infructuosamente de controlar y guiar al personal hacia nuestro punto de reunión. Nadie hacía caso, como en una broma de mal gusto de lo que había sucedido horas antes en el simulacro donde todos se comportaron de manera ejemplar.

Una amiga que vive muy cerca de mi casa y yo, al ver la desorganización decidimos regresar al edificio por nuestros vehículos para dirigirnos a ver a nuestras familias, sin embargo, no nos dejaron entrar, por lo que emprendimos el camino a casa.

“Vámonos caminando” le dije cuando vi que el tráfico estaba convulsionado, “no son más de 14 kilómetros”.

Así, emprendimos el camino por la calle de Monterrey hacia el sur de la Ciudad. No salíamos del asombro al ver más y más gente, vidrios y escombro en la calle. No pasó mucho tiempo hasta que vimos el primer edificio totalmente derrumbado, lo que nos obligó a rodear por las calles de la colonia Roma en un ingenuo intento de encontrar un poco de calma.

Mientras caminábamos el desastre iba tomando forma, vimos más edificios derrumbados pero también el comienzo de la organización ciudadana de un joven intentando controlar el tráfico. Logramos llegar a viaducto solo para ver sobre la lateral otro edificio derruido. “Dios” pensé “y en 19 de septiembre”.

Cruzamos la Narvarte, la del Valle y mi compañera de aventura recibió una llamada de su hija “se cayó el Rebsamen ma...” no alcanzó a decir más, las líneas saturadas hacían imposible mantener una conversación en el celular. Ella es vecina de Coapa, su casa colinda con el colegio que después supimos se había caído.

"...Encontré a mi suegra llorando en el jardín 'se cayó mi casa' dijo y me abrazó."

Seguimos caminando y contábamos bromas para salir un poco del shock. Yo tenía muchos nervios y me urgía llegar a abrazar a mis hijas, saber que todo estaba bien con ellas. Cuando por fin entre a mi casa, encontré a mi suegra llorando en el jardín “se cayó mi casa” dijo y me abrazó.

A partir de ahí, fueron días de ir y regresar a San Gregorio, no sólo para arreglar los asuntos de mi suegra, sino para llevar lo necesario para que la gente de ahí se mantuviera en pie. Compramos en el supermercado varias despensas y lo que nos pedían: velas, lámparas, comida, toallas húmedas, artículos de limpieza. Poco a poco nos enteramos de otros lugares donde hacía falta ayuda, así que decidí sumarme: de los centros de acopio llevé gente, alimentos, medicinas, ropa y muchas más cosas a Tlayacapan, Tetela del Volcán, San Antonio Apalnocan y Jonacantepec.

En cada lugar hay una historia parecida, el temblor se ensañó con los que menos tienen, gente buena, la que sostiene a este país en pie. Aquellos a los que solo les importa si llega la siguiente mañana, sus aspiraciones son meramente de supervivencia. Encontré que todos estamos dispuestos a ayudar y no puedo quitarme de la cabeza ¿por qué no lo hacemos siempre? ¿Por qué esperamos a que suceda una tragedia para ir a ver a los que viven una  todos los días?

Esta semana seguiré llevando ayuda, convencí a un par de amigos para que donaran para la causa, mis hijas y mi sobrina donarán sus juguetes con el objetivo de aliviar un poco el dolor de los afectados más vulnerables, los niños. Sólo espero que la ayuda no deje de llegar, nos necesitan hoy y nos van a seguir necesitando, no por años, sino por generaciones.

Abrazo a todos.

Aquel día di gracias por ser mexicano

Por Víctor Manuel Aldasoro Favela

19/Sep/2017

“Aquel día confirmé que las historias que me contaron los del 85 eran verdad. Fue la sociedad civil quien salió día y noche para levantar de nuevo esta ciudad”

Día 1: Martes 19 de septiembre de 2017

Aquel día iba llegando al estacionamiento de pasantes del despacho donde trabajo, ya había detenido mi coche y empezó a temblar, pensé que alguien me había golpeado por atrás, pero me di cuenta que el coche de adelante también temblaba y yo no le había pegado. Me bajé del coche y vi los edificios mecerse de un lado a otro y comenzó el sonido que hasta la fecha no me he podido sacar de la cabeza: la alarma sísmica. Hice la primer y única llamada que hice en ese día, llamé a mi abuela, para saber si estaba bien y fue todo.

Me fui a mi casa caminando pues no vivo nada lejos del despacho y por primera vez en los tres años que llevo viviendo en esta ciudad, escuche silencio. Algo así como si Estados Unidos nos metiera gol en el Estadio Azteca, pero mucho más frío; también vi caras desconcertadas y que no entendían lo que estaba pasando. Comí y supe que no me podía quedar ahí sentado, había visto en WhatsApp que se necesitaba agua en la Roma y en la Condesa, tomé los botes de gatorade vacíos que encontré en mi casa, los llene de agua, los eché en una mochila, me puse una playera roja que dice “Yo rezo el rosario” y me fui caminando para allá. Todo lo que vi en el camino fue gente caminar en silencio, posiblemente esperando que todo estuviera bien.

Empecé a entrar a la Condesa y ya se podía ver los primeros rastros del terremoto, vidrios rotos, piedras y cemento en el suelo. Llegué al primer lugar en donde se necesitaba ayuda, el edificio de la Calle Álvaro Obregón, pude pasar el filtro de seguridad, pues traía agua para los que estaban ayudando, mandé un mensaje de lo que se necesitaba ahí a mis contactos y seguí caminando rumbo a la Condesa hasta llegar al Parque España, ahí había mucha gente, más de lo que me imaginé, pero bastante desorganización, para ser sinceros nadie entendía bien lo que pasó. Estuve ahí hasta la noche, moviendo víveres y escombros, por último regresé en medio de la oscuridad a mi casa, solo, incluso Reforma estaba sin luz. Llegué a mi casa y lloré un poco, tampoco sabía bien lo que había pasado, pero estaba seguro de algo: mucha gente había salido mal parada de aquel temblor.

Ese día vi la respuesta de una sociedad a una catástrofe: no se quedó sentada, esperando a que alguien más se ocupara del asunto. Vi gente que en un día normal ni siquiera se hubieran volteado a ver, tomados de la mano, pasándose una cubeta con escombros, todos estaban ahí, compartiendo, eso fue por mucho lo mejor que vi aquel día. Ese día me sentí orgullosísimo de ser mexicano, comprobé que las historias que me contaron mis maestros sobre el terremoto del 85 fueron verdad, la sociedad civil mexicana es muy chingona.

Día dos: Miércoles 20 de septiembre

El día siguiente al terremoto, ya sabíamos lo que estaba pasando, dónde se necesitaba más ayuda y la gravedad del asunto.Lo primero que hice ese día fue irme a casa de José Pablo, un amigo, tomamos lo que pensamos que nos sería útil y fuimos a la calle de División del Norte.

Para ayudar en la noche, y hacer relevo a los voluntarios que se encontraban ayudando desde temprano, nos juntamos un pequeño grupo de amigos y amigas en el departamento de un amigo en la Condesa, nos decidimos llamar “La Brigada Ultra Mega Pedera”, que de ultra pedera no tenía nada, pues no teníamos nada de equipo, excepto un par de linternas, de guantes y cubrebocas para todos.

Ese día me enteré que muchos compañeros de la escuela, se habían ido a sus estados y los entendí, pues de seguro ellos y sus familias estaban asustados. Pero sentí pena por aquellos que no podían huir a ningún lado, por aquellos que el único lugar que tenían quedó en el pasado y por los que se fueron, que aunque no los culpo, espero que cuando lo necesiten, su vecino no prefiera irse a un lugar donde se sienta más seguro.

Aquel día me sentí por primera vez completamente seguro viajando en el Metro, la atmósfera, las caras de la gente, todos estaban pensando en ayudar, nadie en dañar y desee que ojalá así fuera todos los días. Vi a muchísima gente en mis redes sociales queriendo movilizarse para dar una mano, para ir a las zonas afectadas, para hacer algo. Eso me hizo amar más a este país.

Y por último, aquel día cayó un aguacero, pero nadie, nadie, se fue, nadie se retiró, parecía como si el agua les diera fuerza y aunque fueran altas horas de la noche y aunque seguía lloviendo, la ayuda seguía llegando. Ahí entendí que el corazón de un mexicano, no tiene límites.

"México yo solo te pido que no te caigas, no te deprimas. Hay que ser fuertes ¡vamos! Te amo."

Día tres: Jueves 21 de septiembre

Ese día José Pablo y Ulises, dos de mis amigos, fueron a buscar equipo para poder ayudar, les recomendé que fueran a un lugar por donde vivo y encontraron lo que necesitábamos para poder ayudar. Yo ahí me encontraba en el trabajo y con la ayuda de un amigo y abogado del despacho pude irme con José Pablo y Ulises para poder dar una mano. Antes de salir a ayudar, nos encontramos con mi abuelo y cuando le dijimos a dónde íbamos, saco algo de dinero, nos lo dio y nos dijo que ayudáramos en lo que se pudiera.

Vi muchísima gente pasar dando comida y agua, vi varias señoras, que estoy seguro estaban dando lo que tenían, no lo que les sobraba a los que iban a entrar como voluntarios. Eso me recordó a cuando he ido de misiones, la gente que menos tiene, es la gente más rica de corazón.

Ese día vi una fila que poco a poco se hacía más grande, todos con la esperanza de poder ayudar. Estando ahí le dije a uno de mis amigos, que era sorprendente que la gente estuviera haciendo semejante fila por ayudar.

Ese día trabajé al lado de varios militares, me sentí como un niño chiquito que se sorprende por ver a los uniformados. Sinceramente nunca había tratado con alguno de ellos y aquel día era como si tratara con amigos.

Vi el silencio profundo que puede provocar un puño en alto, en ese momento todo, completamente todo, se detenía y cuando decían listo, vuelvan a trabajar, como pequeñas hormigas todos se movían rapidísimo, no había tiempo para nada más, era como si después de ese silencio de alguna forma o de algún lado hubiera agarrado más fuerzas.

Aquel día vi a los perros, a protección civil, a la policía local, a los militares y los civiles, trabajar como uno sólo, no había distinciones, no había diferencias, todos buscaban lo mismo: encontrar vida.

Y por último, aquel día también me di cuenta de que el cansancio no existía en aquel lugar. Tal vez fue la adrenalina, la esperanza o yo que sé, pero la gente no se cansaba, preguntaban quién quería salir que estuviera cansado y nadie respondía, incluso se escuchaban unos “nadie”.

Día cuatro: Viernes 22 de septiembre

Vimos que en el Parque España se necesitaba algo de ayuda, así que tomamos nuestras cosas y nos fuimos para allá. Y para nuestra suerte, cuando llegamos ya no se necesitaban más voluntarios ahí, así que estuvimos dando vueltas por la zona para ver si nos necesitaban en algún lugar, hasta que le llegó un mensaje a un amigo, en el mensaje decía que se necesitaban voluntarios en el multifamiliar de Tlalpan, así que decidimos ir para allá.

Desde que llegamos, ya se sentía un ambiente de esperanza, lo primero que nos dijeron fue que habían encontrado gente viva. Había varios vecinos de ahí recibiendo a los voluntarios con comida y café. Llegamos al primer filtro aproximadamente a las 10 pm. Ahí estuvimos un rato, hasta que pudimos pasar el segundo filtro. Ya dentro ayudamos cargando escombros. Luego de un rato, como ya había mucha gente a José Pablo y a mí nos separaron un poco y nos formaron en cinco filas de diez personas, así cuando iban a necesitar ayuda iban llamando a cada fila. Yo en ese momento ya estaba muy cansado, además al día siguiente me iba a ir a Tepoztlán Morelos, así que decidí irme. Yo salí del multifamiliar de Tlalpan a las 3:00 am, pero mis amigos se quedaron hasta las 7:00 am ya que los sacaron porque iban a entrar los japoneses. Aquel día agradecí tener amigos como ellos.

Día cinco: Sábado 23 de septiembre

De este día no hablaré casi nada, pues la verdad no hice nada. Íbamos a tener una comida del despacho en Tepoztlán Morelos, la cual se iba a cancelar, pero a petición de la gente de ahí, sí la hicimos. Ellos pedían que se reactivara el turismo lo más rápido posible, pues de eso viven, pedía demostrar que ese lugar estaba de pie y seguía con sus actividades. Así que aprovechamos la vuelta, juntamos víveres y los dejamos ahí. Ese día entendí lo importante de no olvidar turísticamente los lugares afectados, pues muchos de ellos, viven del turismo.

Día seis: Domingo 24 de septiembre

Ese día ya todos estaban muy cansado. Pero como creía que el lunes regresaría a clases, convencí a José Pablo de ir en la tarde noche, a ayudar “leve” en lo que pudiéramos a la Condesa y a la Roma. Fuimos y recorrimos varios lugares, en todos hacíamos pequeñas cosas. Pasamos por la fuente de la Cibeles, fuimos a Parque España y Parque México.

Ese día existía otro ambiente, era de paz. Ahí fue cuando me di cuenta que cada día tuvo su propio carácter. Fui de la incertidumbre, a la paz en sólo unos días y eso se sintió bien.

Le di gracias a Dios, porque por primera vez en mis 22 años de vida, me permitió ver a mi país a los ojos. Alguna vez había visto destellos de ellos, en misiones, en viajes, en vivencias, pero esta vez los vi directamente y eran justo como los imaginé, de varios colores, llenos de solidaridad, amor y esperanza. Y pedí porque algún día, ojalá en circunstancias mucho mejores me dejara volver a verlos.

Gracias y #FuerzaMéxico

“Quién convocó a tanto muchacho, de dónde salió tanto voluntario, cómo fue que la sangre sobró en los hospitales, quién organizó las brigadas que dirigieron el tránsito de vehículos y de peatones por toda la zona afectada? No hubo ninguna convocatoria, no se hizo ningún llamado y todos acudieron.” Emilio Viale, para el periódico El Universal el 20 de septiembre de 1985.

“No querían dejarnos pasar, aunque íbamos con la policía”

Por Andrea Salazar

19/Sep/2017

En Lindavista nos topamos con cuestiones increíblemente burocráticas; no querían dejarnos pasar. Una señora, con camisa del gobierno de la CDMX, nos trató de manera prepotente

Cuando yo tenía 9 meses de edad, en septiembre del 85, mi familia y yo vivíamos en el Estado de México, y la experiencia del temblor fue muy traumática para mis papás; incluso varios tíos y mi propio papá se vieron involucrados en rescates de personas y remoción de escombros en el DF.

Aunque yo era una bebé en aquél entonces, estaba muy asustada en mi cuna por lo que me cuentan, y he llevado siempre en la sangre una especie de resentimiento hacia ese trágico suceso, por lo que desarrollé algo así como un "sistema de respuesta inmediata e incondicional" en mi carácter, que me llevó a los 18 años a convertirme en Técnico en Urgencias Médicas.

El 19 de septiembre, a las 11:00 horas, comenzaban mis vacaciones laborales, por lo cual tenía varios planes, pero a las 13:19, estando en casa con mi mamá, escuchamos las puertas de los closets golpearse entre sí. Supimos que estaba temblando y muy fuerte en algún otro lugar.

Con una horrible sensación en el estómago, y un silencio asfixiante entre nosotras, nos pusimos a buscar noticias y a comunicarnos con la familia que tenemos en la CDMX; todos se reportaban bien, a excepción de una prima de mi mamá que nadie podía contactar. Dio señales de vida 2 horas después.

Durante la comida fuimos recibiendo videos y noticias terribles del sismo y sus consecuencias, por lo cual me comuniqué con 3 amigos que se dedican a la atención en emergencias, en diferentes especialidades, uno de ellos respondió positivamente a mi solicitud de formar un grupo para ayudar en la CDMX.

Al llegar al número 286, enmudecimos inmediatamente, pero dentro de nosotros la voluntad de ayudar se elevó al máximo.
Sólo llevaba equipo de protección mínimo y muchas ganas de ayudar, así como un angustiante nudo en el alma al saber que la situación era tan mala. Pensar que justo 32 años antes un temblor mucho peor me había despertado violentamente en mi cuna.

Nos citaron en la Avenida Álvaro Obregón para darnos indicaciones, sin saber que estábamos a escasas 5 cuadras de un punto de desastre. Al llegar al número 286, enmudecimos inmediatamente, pero dentro de nosotros la voluntad de ayudar se elevó al máximo.

En ese rato, tuve la oportunidad de hablar con algunos familiares de víctimas atrapadas, tratando de tranquilizarlos, y aclarándoles que el hecho de que anunciaran a alguien con vida no era sinónimo de que ya lo estuvieran sacando. Había una gran falta de comunicación y organización hacia estas personas, casi nadie atendía a los familiares angustiados y confundidos.

Cuando estaban sacando personas, mi compañero Raúl, me solicitó acercarme al lugar en donde ellos estaban con equipo de inmovilización para un rescate, por lo que me dieron acceso al edificio lateral.

La valla de Policía Federal y militares se abrieron para dejarme pasar y entonces pude ver cómo bajaban a Don Adrián, hable con él, toque su hombro, le di ánimo y lo felicité por estar vivo. Salí de la sensación de estar en un sueño para concentrarme en la realidad del desastre y del peligro que todos corríamos a cada momento.

Recibí mi más grande curso de humanidad en pocas horas. No dejaba de levantar mi puño cuando pedían silencio, no dejaba de ofrecerle en dónde sentarse a los familiares que veían el edificio y esperaban buenas noticias sobre sus parientes.

"...Fuimos asignadas, prácticamente al azar, para recibir y evaluar a la siguiente persona por rescatar llamada "Joana", según nos dijeron... en realidad se llama Loana."

Fue tan desgarrador que me dejaban sin palabras; me sentí tan impotente al no poder decirles casi nada para alentarlos, calmarlos, ayudarlos, sólo pude ofrecerles algo de comer y beber, o una cobija.

Una rescatista y yo fuimos asignadas, prácticamente al azar, para recibir y evaluar a la siguiente persona que estaban por rescatar llamada "Joana", según nos dijeron mientras la extraían centímetro a centímetro de los escombros, aunque en realidad se llama Loana.

Entre gritos, llanto, mucha falta de organización y exceso de manos, surgió Loana, llorando con una mezcla de desesperación y alivio, pero al mismo tiempo mostrando una fortaleza espiritual impresionante y un control envidiable sobre su terrible situación.

Nos percatamos que sus heridas eran menores y que podría bajar por su propio pie a la ambulancia; uno de los líderes la tranquilizó, le dio la bienvenida al mundo, como si acabara de nacer de nuevo y le hizo una serie de preguntas muy fuertes y concisas para evaluar la posibilidad de encontrar más personas.

Era impresionante cómo ella respiraba profundo, se tranquilizaba, limpiaba sus lágrimas y respondía con una coherencia envidiable. Mientras todo esto sucedía, yo tuve la oportunidad de tomarla de la mano y del hombro para tranquilizarla, y sobre todo, transmitirle algo de humanidad.

Habían pasado casi 17 horas del sismo, eran casi las 6 de la mañana del día 20 de septiembre cuando Loana fue subida a la ambulancia y trasladada a la Cruz Roja de Polanco; me quedé con mis compañeros recogiendo parte del equipo y cuando salimos, estaba amaneciendo.

Más tarde, al ya no tener tareas asignadas en el edificio de Álvaro Obregón, nos pidieron dirigimos a Lindavista, en donde un edificio de departamentos se había colapsado parcialmente y habían personas atrapadas.

Allí nos topamos con cuestiones increíblemente burocráticas; no querían dejarnos pasar a pesar de que íbamos escoltados por la Policía Federal y llevar la camioneta llena de equipo de rescate; una señora, con camisa rosa con logotipo del gobierno de la CDMX, nos trató de manera prepotente y nos hacía preguntas como: ¿quién los llamó?, ¿con quién vienen?, y en medio de la discusión, la misma gente que estaba apoyando, le empezaron a gritar que ya nos dejara pasar, que no estorbara, e incluso la insultaron, haciendo que no le quedara de otra más que dejarnos pasar.

Ahí aprovechamos y pudimos descansar en el camellón frente al edificio dañado, cerca de una hora mientras esperábamos que nos activaran en otro punto, cosa que no pasó, y al darnos cuenta del exceso de ayuda, decidimos que también dejando de estorbar podíamos ayudar, y decidimos emprender el regreso a León.

Llegamos cerca de las 8 pm; tristes, cansados, pero con la sensación de haber ayudado un poco en el gran desastre que habíamos visto, sintiéndonos tan insignificantes ante la magnitud de la tragedia, y sabiendo que no podíamos hacer más en el mar de ayuda que ya golpeaba como tsunami al medio día, menos de 24 horas después del terremoto.

¿Por qué ayudamos?, porque creo que no hay mejor forma de convertirnos en verdaderos seres humanos que conectándonos con los demás, ya sea compartiendo momentos de alegría, o dando la mano al que no conocemos, pero que nos necesita, y sin olvidar que todos necesitamos de todos, en cualquier momento o situación.

Es un orgullo ser mexicanos en situaciones así, más allá de la bandera, somos seres humanos frágiles, pero al mismo tiempo fuertes cuando nos unimos, nos impulsamos a superar tragedias como éstas, y como las que puedan venir.

De hecho, en cuanto regresamos hicimos el pacto de responder inmediatamente a otra emergencia, en cualquier parte del país, la próxima vez que se requiera; esperemos que nunca, pero de ser necesario, ahí estaremos no para ayudar, sino para hacer lo necesario para todos estar mejor y superar la situación.

El empresario que trabajó con los japoneses en el multifamiliar Tlalpan

Por Miguel Sánchez Salazar

19/Sep/2017

El grupo de salvamento Israelita le solicitó al empresario Victor Puente apoyar a los japoneses en el reforzamiento de los túneles que llevarían a salvar vidas

Víctor, un empresario de la industria de IT, se ofreció como voluntario en las labores de rescate en el multifamiliar de Tlalpan. En un inicio colaboró en la remoción de escombros y posteriormente brindó apoyo para colocar “polines” como soporte de las losas colapsadas en una zona de alto riesgo.

En el segundo día de participación, el grupo de salvamento Israelita le solicitó asistir a sus homólogos japoneses para el reforzamiento de los túneles que llevarían a salvar algunas vidas.

Les comparto el video grabado por Víctor y algunas fotografías donde se le ve participando con el grupo de rescate japonés, arriesgando su vida junto con ellos para la búsqueda y salvación de otras personas. En el video se puede escuchar “hay vida” rodeado del júbilo entre todos los presentes, que habla más que mil palabras.

Cabe destacar la formidable y notable intervención de los Topos, ERUM, asistencia Internacional, Ejército, Marina y sociedad civil que aportaron un esfuerzo titánico y franco que nos orgullece a todos como seres humanos.

¡Se habla de tantos héroes como el rescatista “Javier” que estuvo más de 34 horas sin parar o del experimentado Topo Cienfuegos digno de admiración!

“Mis hijos me convencieron de salir a ayudar”

Por Juanjo Junoy

19/Sep/2017

El miedo a que una réplica ocurriera justo cuando estábamos en la zona más vulnerable de todas me atenazaba el corazón pero tenía que tragarme esa sensación, como si no existiera, para que mis hijos no se enteraran de que tenía miedo

Salí a la calle, con mi familia, a intentar hacer algo por los demás más allá de lo que ya habíamos hecho, alejados de la tragedia pero cerca de ella. El centro de acopio fue una manera de participar. La más adecuada, según yo, de acuerdo con nuestras características. Sobre todo mi edad, pues a pesar de que aún me quedan fuerzas, ya no tengo la misma energía de la adolescencia. Pero mis hijos sí. Insistieron tanto que cedí, emocionado por su intención de ser parte activa, de sentirse útiles, de formar parte de esa gran oleada de participación que se apoderó de todos nosotros como muy pocas veces ha ocurrido en la historia que yo recuerdo, además del 85 claro. Tuve que vencer mi miedo inicial a exponerlos a ellos. El miedo a que una réplica ocurriera justo cuando estábamos en la zona más vulnerable de todas me atenazaba el corazón pero supe que tenía que tragarme esa sensación, hacer como si no existiera y poner la mejor de todas mis caras para que mis hijos no se enteraran de que yo, su supuesto ejemplo, tenía miedo. Como si el temor fuera algo de lo que uno tuviera que avergonzarse.

Dormimos poco pues nos enteramos que las horas en las que más falta hacía gente eran las de la madrugada. Así que en plena noche salimos hacia nuestro destino: una zona de derrumbe. Uno de tantos lugares en la ciudad donde los edificios cayeron encima de vidas que no lo merecían para cortarlas de tajo y a golpes de ladrillo, cemento y metal. Conseguimos el casco, los guantes y los chalecos. Y nos ofrecimos como voluntarios. Estuvimos una hora sentados en el centro de acopio cerca del derrumbe. Metiendo croquetas para gato en pequeñas bolsas de plástico y acomodándolas en cajas para su empaque y entrega. Al poco tiempo una voz solicitó voluntarios. Nos levantamos y fuimos hacia ella. Cuando se reunieron unas veinte personas nos pusimos el casco y caminamos hacia la última valla antes de los escombros. Al acercarnos, el polvo que flotaba en el aire comenzó a perseguir nuestras pestañas, las narices y la garganta. Hubo que usar esa pequeña tela blanca como protección. No sé si sólo del polvo o también de ese olor dulzón que tiene la muerte y que yo ya conocía de primera mano por el 85.

Antes de franquear la barrera nos pidieron los nombres, edades, un teléfono de contacto y el tipo de sangre para anotarlos con tinta permanente en el interior del brazo. Al sentir la punta del plumón sobre la piel no pude evitar un estremecimiento. Caí en la cuenta de que lo que estábamos haciendo era en realidad, no sólo una manera de ayudar sino también de exponernos, entregando lo más que puedes entregar por alguien.

Luego caminamos en dos filas para llegar a la angosta calle donde un centenar de voluntarios civiles, miembros del ejército y policías federales se esforzaban por sacar piedras, varillas y fragmentos de vidas del desastroso montón que antes fue una vivienda para colocarlas en un camión materialista y llevarlas lejos, no sé a dónde. Nos colocamos en una larga fila para hacer una cadena que permitiera trasladar los materiales hasta el camión. Una cadena de personas tan distintas unos de otros y tan similares que me pareció que nos confundíamos entre todos y éramos el mismo. Los rostros a medias, todos cubiertos en su parte inferior por el tapabocas, anunciaban con los ojos una bienvenida y una invitación a ser parte de un esfuerzo más importante que nuestras propias vidas. Y comenzamos, comencé, a recibir los botes blancos de pintura llenos de pesadas rocas para pasarlos a la persona siguiente en la cadena.

Tal vez estuvimos ahí unos 45 minutos, sudando a pesar de que apenas comenzaba a amanecer y de que el frío de la madrugada no se marchaba aún. Recibiendo una cubeta tras otra y acercándola al camión. Una tras otra. Como si el desastre no se terminara nunca. De vez en cuando todo se detenía y una persona levantaba la mano con el puño cerrado para que todos hiciéramos silencio. Y todos levantábamos la mano igual que nuestros vecinos y cerrábamos la boca y nos deteníamos un momento y escuchábamos expectantes como si pudiéramos traspasar el silencio para oír una voz pidiendo ayuda o algo, cualquier cosa. Ese silencio no lo voy a olvidar nunca a pesar de que soy medio sordo y la ausencia de sonidos y yo somos viejos conocidos. Luego las manos bajaban y todos retomábamos el trabajo. En un momento dado alguien se nos acercó y pidió que los civiles nos retiráramos. Que había quienes nos iban a relevar y que cuando nos sintiéramos mejor podíamos volver a participar.

Cuando regresamos al centro de acopio, después de aceptar un café, un vaso de agua y una torta para recuperar fuerzas, alguien me dijo que habían encontrado un cadáver y que por eso nos pidieron alejarnos. Es probable. En el aire flotaba el aroma de alguien muerto. Estuvimos descansando cerca de una hora y regresamos a la cadena. La cantidad de voluntarios ahora que el sol ya había salido, era más larga, así que tuvimos que esperar un rato a que llegara nuestro turno. Estuve en silencio, observando el frenesí a mi alrededor. Las familias que participaban como la nuestra, los grupos de personas que servían desayunos a quienes estábamos ahí, los automóviles que llegaban cargados de víveres, mantas, herramientas, botellas de agua, medicinas y bolsas; los voluntarios que las descargaban y acomodaban, los ciclistas en fila esperando recibir su valiosa carga y las instrucciones de dónde debían llevarla, los grupos de marinos descansando después de una larga noche, dormidos en cuclillas recostados contra un árbol o una pared. Una multitud de rostros entregados en los que reconocí el mío, el de mi familia, el de mis hijos y el de tantas y tantas personas que han pasado a formar parte de lo que soy, porque uno es la suma de pedazos de toda la gente que ha conocido en la vida.

Cuando regresamos a la cadena volvimos a cargar y pasar los botes. En esta ocasión éramos más gente cargando el mismo número de recipientes, pero por alguna razón todo me pesaba incluso más. Tal vez fue el cansancio, tal vez mi imaginación. Pero era como si cada kilo se duplicara. Estuve ahí, junto a un militar y a una mujer mucho más alta y fuerte que yo. Pasando los escombros de uno a otro. Yo entre los dos, orgulloso de hacer mi parte aunque cada vez me fuera más y más difícil. No me dolían los músculos pero sudaba. Y las gotas saladas se metían entre mis ojos y caían en mi audífono en la oreja izquierda, la que escucha un poco. El audífono dejó de funcionar pero seguí cargando, en otro tipo de silencio. Hubo un par de ocasiones en que la cubeta llena de piedras y de varillas a medias me pesaron demasiado y vacilé. Mis compañeros de fila lo notaron. Traté de justificar mi debilidad y a nadie le importó. Sólo recibí sonrisas, que pude interpretar en las miradas, porque todos llevábamos la boca cubierta. es una sensación extraña saberte y reconocerte débil y recibir apoyo, comprensión y reconocimiento por estar haciendo, con entusiasmo algo para lo que ya no tienes edad.

Sonreí yo también y saqué fuerzas de no sé dónde para casi concluir el turno. Tengo que reconocer que me detuve antes, exhausto y feliz, y me separé de la cadena. Sé que algunos de mis ocasionales compañeros, rostros que tal vez nunca volveré a encontrar en mi vida, comprendieron que en ese momento yo era el eslabón más débil de la cadena y que lo mejor era que me apartara. Pero no había recriminación en ninguno de ellos sino todo lo contrario, un agradecimiento que me llevaré, estoy seguro, a la tumba.

Después todo fue irme integrando a la calma, con el sudor seco ya en la frente, salado sobre la piel como si acabara de salir del mar, y con la boca abierta mientras respiraba, agitado, tratando de extraer la mayor cantidad posible de oxígeno de cada bocanada. Terminamos cerca de mediodía, cuando el sol ya estaba en el centro del cielo y nuestras sombras desaparecieron. Aunque sé que un pedazo de ellas, un fragmento, quedó para siempre en esa esquina.

Han pasado dos días y sigo llorando con cualquier excusa. Me cuesta dormir y despierto varias veces en la noche, sobresaltado, como si siguiera cargando piedras en viejos botes blancos de pintura y se me terminaran las fuerzas a medio camino. Como si se me cayera la cubeta al piso. Como si no fuera capaz de hacer lo que mi espíritu pide porque mi cuerpo, mi viejo cuerpo, es más débil de lo que quisiera.

Pero no importa. Puedo morir tranquilo. Porque en el fondo sé que supe y pude retirarme a tiempo.

Cuando la tierra tiembla, aparecen ángeles disfrazados de humanos

Por Juan José Goldaracena

19/Sep/2017

Juan apoyó moviendo escombro después del sismo del 19 de septiembre. Ahí vio cómo cientos de extraños se unieron para ayudar, “todos comportándose como si fueran hermanos”

Hoy es martes 19 de septiembre. Estoy trabajando en casa cuando siento el fuerte movimiento del piso y escucho las paredes rechinar, me levantó sin pensarlo y en segundos, estoy parado en medio del jardín.

A través de las puertas de vidrio puedo ver cómo todo se agita dentro de la casa, mientras los árboles y plantas del jardín se mecen de un lado a otro. En medio de este movimiento intenso, hay un par de sacudidas violentas.

Siento miedo y hago lo único que puedo hacer en ese momento: rezar. ¿Cuándo va a parar? Si así se siente aquí ¿Qué está pasando en otros sitios? ¡Es 19 de septiembre, no lo puedo creer! Mi familia, mis amigos, mi ciudad. ¡Que no les pase nada! ¿Y si no para?, pensé.

No sé cuándo se detiene el terremoto. No me atrevo a entrar de vuelta a la casa porque la lámpara del comedor sigue moviéndose. ¿Ya pasó? ¿No pasó? ¿Y si tiembla otra vez? Videos, fotos e información de la tragedia comienza a inundar las redes sociales y los noticieros.

Demasiada información circula, mucha es falsa. Sin embargo, la organización civil sigue adelante. Es una carrera, porque entre más tiempo pase, disminuyen las posibilidades de encontrar vida.

El jueves por la noche, Tere Castagnino, una amiga argentina, tocada hasta el alma con la tragedia, me propone lanzarnos al multifamiliar Tlalpan. Al parecer, hace falta ayuda.

Vamos a Tlalpan, un par de kilómetros antes de la estación del tren ligero de Las Torres. De pronto, un adolescente en bicicleta que circula en sentido contrario en medio del tráfico, grita “apaguen sus luces, apaguen sus luces, que hay fuga de gas”. Los automovilistas apagan las luces. Hay más voluntarios pidiendo apagar luces, celulares, cigarrillos y demás.

El chico de la bici viene y va entre los carriles, repitiendo la información, cuando pasa junto a nosotros Tere lo llama y le pregunta cómo llegar hasta el derrumbe, pues ella puede aportar apoyo ya que trabaja con arquitectos, ingenieros y carpinteros en su estudio de diseño.

El chico nos informa con entusiasmo que él conoce a la gente coordinando los rescates y que nos puede llevar hasta allá si es que podemos apoyar. “Sí, él es arquitecto” –miente Tere, refiriéndose a mí. Yo siento mariposas en el estómago de tan sólo imaginar la posibilidad de estar en medio de las labores de rescate, confesando que soy guionista y comediante, y que mis conocimientos estructurales son más bien narrativos.

Jonathan, el chico de la bicicleta, tiene 16 años y vive con su familia en Tláhuac. Desde el día del terremoto ha recorrido la ciudad en su bici de una zona dañada a otra. Jonathan nos guía hacia un sitio en donde podemos dejar el coche, para luego caminar hasta la zona del derrumbe.

De pronto, una joven se acerca y me pregunta “¿no tienes condones? ”La miro, francamente desconcertado. “Es para sellar las fugas de gas”, dijo. Traemos guantes, cascos, chalecos, botas. Pero nunca se me ocurrió cargar condones.

Sobre la calzada poco iluminada, caminamos un par de cuadras hacia un puente peatonal que ha sido cerrado y está justo a unos 200 metros del edificio donde vivían alrededor de 40 familias. Cruzamos el puente y encontramos voluntarios coordinando, policías, personas ofreciendo comida, curiosos documentando con sus celulares y hasta alguien con una cámara profesional.

Este lado de la calzada es un mundo distinto. Muy iluminado, cerrado a la circulación y con cientos de personas; parece una fiesta popular, pero en lugar de gente intoxicada, la mayoría está esperando entrar a ayudar, o enfocada en hacer algo por alguien.

Vecinos y voluntarios nos ofrecen tortas, pan dulce, café, galletas, sándwiches.

A unos 100 metros de la bajada del puente, hay vallas que restringen el acceso al multifamiliar, custodiadas por población civil organizada y soldados. Jonathan nos acerca hasta ellos. Preguntamos qué tipo de voluntarios necesitan y nos señalan una larga fila de gente, del lado derecho de las vallas, todos profesionales ofreciendo su apoyo: ingenieros, arquitectos, médicos, enfermeras, paramédicos, carpinteros, plomeros. No han pasado porque no tienen botas con casquillo ni casco.

“Esto es México, no el de los narcos y los gobiernos rateros”, nos dice un señor emocionado.

A pesar de tener lo necesario para acceder al área, Tere desiste, pues sabe que ella no es el tipo de especialista que necesitan. Sin embargo, logramos que llegue con rapidez el equipo que solicitan con urgencia. Jonathan se despide porque irá en su bici hasta otra de las zonas dañadas, pero intercambiamos teléfonos para permanecer en contacto.

Tere y yo permanecemos ahí un par de horas más. La energía de unidad, respeto y solidaridad que se respira es embriagante. Los rescatistas se preparan para el relevo de sus compañeros, les aplaudimos con gratitud y admiración. Un grupo de chicos de nivel socioeconómico alto llega con comida caliente, café, sopa y galletas. Les pedimos café, está delicioso, les decimos y ellos nos agradecen.

“Esto es México, no el de los narcos y los gobiernos rateros”, nos dice un señor emocionado.

Entonces aparece una vecina con una bolsa, recolectando basura, hablándonos con dulzura.

Tere no lo puede creer, me dice que esto es como una muestra de un mundo perfecto, sin necesidad de gobierno. Todos preocupados por todos. Me dice que ama esta tierra y que México ha sido un gran maestro. Nos vamos sin querernos ir, no queremos dejar ese mundo perfecto. Llego a casa y me cuesta dormir, quiero regresar.



Segunda parte

Hay menos gente que el jueves, las vallas que bloquean el acceso al lugar del derrumbe siguen en el mismo sitio, pero se ha restringido más la periferia. De pronto, del otro lado del cordón, dentro del área restringida, veo la cara familiar de Jonathan. “Déjenlo pasar, viene conmigo”, les dice con firmeza a los hombres que custodian el acceso. Ellos obedecen. Sorprende la fuerza de espíritu de mi joven amigo, controlando la situación cuando es prácticamente un niño. No obstante, aun dentro del área acordonada, el acceso más allá de la valla no es posible para nosotros.

Un par de horas después, Tere y dos amigos más, Gerardo y Pilar, traen un montón de herramientas y 8 charolas de pollo caliente. Nos reciben todo en carretillas. Voluntarios, militares y topos comen el pollo de Tere con placer. Luego de 5 días de prácticamente alimentarse de carbohidratos, el pollo caliente con sazón argentino es un manjar.

Alrededor de la 1 de la mañana, una fila de hombres uniformados con overoles amarillos, avanza silenciosa y determinada los 100 metros entre el cordón de acceso y la valla de seguridad. Son los rescatistas japoneses, hombres de todas las edades que se desplazan con disciplina de guerreros. El silencio se hace casi total, se escuchan los pasos firmes de estos señores de expresión serena, que han cruzado el mundo para ayudar a hombres y mujeres que son sus hermanos, porque todos somos seres humanos. No hace falta que se detengan al llegar a la valla, ésta se abre de par en par y los rescatistas cruzan mientras todos miramos en respetuoso silencio.

El domingo por la tarde piden voluntarios en Gabriel Mancera y Escocia, en la colonia Del Valle. Octavio y yo nos lanzamos con Gerardo. Llegamos a las 4:00 pm y nos encontramos con un panorama muy distinto al de Tlalpan. Cuadras acordonadas donde se permite el acceso a voluntarios, hombres y mujeres; sólo necesitas mostrar tu IFE y traer tenis o botas.

La organización es extraordinaria, una máquina aceitada. La mayoría de la gente a cargo son jóvenes civiles. Nos acercamos al área de recepción de voluntarios y nos anotan con marcador en el brazo derecho nombre, edad, tipo de sangre, y teléfono de algún familiar a quien avisar en caso de que te ocurra algo.

Nos dan casco, guantes, chaleco y tapabocas. Formados en hileras de tres nos explican las señales que se hacen con los brazos para indicar “silencio” “peligro” “peligro de derrumbe” “parar” "encontramos vida" y “continuar”. Esperamos 15 minutos hasta que solicitan 20 hombres más.

Entramos y ahora nos anotan en el brazo la hora de inicio de nuestro turno. El área abarca cuatro cuadras de edificios evacuados, con campamentos y estaciones que concentran materiales, herramientas, equipo, comida y bebida. Hay baños portátiles, tráileres, camiones de volteo y gente de todas las clases sociales, yendo y viniendo sin parar. Todo el mundo parece saber lo que tiene que hacer.

Entramos a una cadena humana y acarreamos cubetas de cascajo; la energía es ruda, el trabajo pesado, constante; no te puedes distraer, necesitas conservar tu distancia, avisar si la cubeta pesa mucho o tiene varillas, madera, vidrio. El movimiento es constante. Más allá, voluntarios, marinos y militares circulan de prisa cargando carretillas llenas de trozos de cascajo más grande o pesado.

Como traemos tapabocas, nos sonreímos con los ojos, no hace falta decir nada, pero nos decimos mucho. La unidad es conmovedora; cientos de extraños enfocados en lo mismo, todos esforzándose, todos cuidándose. Las voluntarias a cargo de hidratación aprovechan la pausa para meterse a la cadena y ofrecernos agua o suero.

Miro en mi entorno a la multitud de extraños, civiles, jóvenes, viejos, rubios, morenos, asiáticos, militares, federales, todos comportándose como si fueran hermanos. Siento un nudo en la garganta mientras recuerdo lo que dijo Carlos A. Sevilla:

“Cuentan que cuando la tierra tiembla, aparecen miles de ángeles que viven entre nosotros disfrazados de humanos”.

Quizá todos somos ángeles y lo habíamos olvidado.

El teatro que se convirtió en centro de acopio

Por Antonio Zúñiga

19/Sep/2017

Antonio dirige un foro de teatro. En cuanto se enteró de los desastres del sismo convirtió su foro en un punto estratégico para repartir la ayuda

El día del sismo estábamos en el foro, Carretera 45, teniendo una reunión de planeación del trabajo que vamos a realizar próximamente como compañía. Somos un grupo que nos dedicamos a hacer teatro para el barrio. El temblor nos provocó un susto enorme. Salimos a la calle y el piso se hacía como gelatina. Casi no podíamos ni movernos por el temor de caer.

En la calle donde está el foro Carretera 45, afortunadamente, no se cayó nada. El temblor pasó y la enérgica sacudida dejo algo en el aire. No estaba todo normal como cuando se siente un temblor en otras ocasiones. Los celulares dejaron de funcionar a los 15 minutos se fue la señal.

Las noticias no tardaron. No fue solo un temblor. La situación se empezó a dibujar muy distinto a otras ocasiones. De ahí en adelante, ese día y los siguientes fueron los más impactantes de mi vida.

A las 4 de la tarde, yo como director de Carretera 45, pensaba todavía, metido en el foro, que ese día tendríamos función. Había alcanzado a mandar a los actores, un mensaje colectivo donde les pedía que si llegaran al foro, para dar la función. La respuesta de uno de ellos me alertó. “Yo no iré a dar función, voy a la Roma a ayudar”. Me dije -eso ya no es normal-. Salí y camine dos cuadras. La gente seguía en la calle. En la esquina de Isabel la Católica y Juan Lucas de Lassaga, el señor de los tacos, me dijo: “Se cayó una fábrica en Bolívar”. Corrí hacia allá. El número de gente que corría hacia el mismo lugar era inmenso. La situación era extraordinaria.

En Facebook, la gente nos empezó a mandar mensajes. ¿Qué se necesita? ¿A dónde lo llevamos? Los chavos del grupo, se ofrecieron a ayudar.

Me regresé al foro. Mandé varios mensajes, le pedí a Javier, el chico que trabaja haciendo difusión del foro que subiera a la red un mensaje que dijera: Hoy, se cancela la función. Carretera 45, se convierte desde ahora mismo en Centro de acopio, en apoyo a la emergencia por el sismo. De ahí en adelante fue una vorágine.

En Facebook, la gente nos empezó a mandar mensajes. ¿Qué se necesita? ¿A dónde lo llevamos? Los chavos del grupo, se ofrecieron a ayudar. Les pedí que se trasladaran al foro. En unas horas, al foro llegaron la mayoría de los integrantes y los participantes del taller de teatro de barrio. Lili, una de ellas, se quedó a partir de ese momento, prácticamente por cuatro días más en el foro para recibir el acopio y mandar.

Sin preguntas, sin liderazgos, sin hablar. Todos haciendo lo que había que hacer. Todos dispuestos a ayudar.

La primera necesidad: herramienta. Muy rápidamente llegaron las peticiones. En Tlalpan se necesita una camilla. Que hace falta agua. Agua fue lo que primero llegó en grandes cantidades. Que en la Roma se necesita gente, en Medellín en Álvaro Obregón en la Condesa, también en Xochimilco. La marea de solidaridad fue instantánea. Sin preguntas, sin liderazgos, sin hablar. Todos haciendo lo que había que hacer. Todos dispuestos a ayudar.

En menos de dos horas ya teníamos el foro con carruchas, cascos, guantes, picos y palas, y muchos jóvenes listos para ayudar. La mayoría salió a distintos puntos. Yo me dediqué ese día a llevar la herramienta a distintos puntos como nos lo iban pidiendo en las redes sociales. Eso fue maravilloso. Notar que las redes sirven, que el internet no solo es para chismear o para hacer bullying o subir el meme del otro. Sino para ayudar.

La información se compartió por ahí de manera eficaz. En la esquina de Carretera 45, un grupo de ciclistas se apostaron ahí para servir de mensajeros, para llevar lo que se necesitara a los lugares siniestrados de una forma más rápida. El número de lugares creció. A Tlalpan, a Xochimilco, la ciudad está muy mal. Esa noche no dormimos.

Al día siguiente, el foro de Carretera 45, se llenó de víveres, herramientas, latas, cobertores de todo lo que uno se pudiera imaginar que sirviera. Nos repartimos los vehículos con los que contábamos hasta ese momento y vinculamos la ayuda según las necesidades. La cosa era no desperdiciar el acopio.

Recibimos llamados de Jalisco, Tamaulipas, Sonora, Sinaloa. Me pidieron un número de cuenta para depositar pidiéndome que comprara lo que yo consideraba urgente. En total me llegaron unos 8 mil pesos que utilice para comprar herramientas. Tome una foto a los tickets de compra y los mande como comprobante. Distribuimos todo de la mejor manera.

Recibimos llamados de Jalisco, Tamaulipas, Sonora, Sinaloa. Me pidieron un número de cuenta para depositar pidiéndome que comprara lo que yo consideraba urgente.

En menos de un día, se creó una red de información inmediata y efectiva. En tal parte necesitan agua, en tal otra piden que ya no llevemos. Nos están pidiendo medicina en tal parte. En la fábrica de Bolívar necesitan insulina.

Un amigo, aficionado al teatro, que tiene a su padre diabético ofreció un kit de insulina. Lo llevamos de inmediato. Al llegar a Bolívar, en medio de la marabunta de voluntarios y personal de apoyo, la gente se dio un segundo para aplaudir la llegada de la insulina. Un momento que está en mi cabeza para siempre.

Esa noche, varios amigos dedicados a la danza, teatro, a dar clases, llegaron a Carretera 45, el impulso fue ir a los lugares y prestar manos. Ayudar allá. Supimos de una empresa que se ofrecía a transportar brigadistas a donde se necesitaran. Les llamamos y de inmediato nos respondieron que sí. Unas dos horas después llegó el transporte.

Un día y medio después unos diez hombres y mujeres salimos del foro mientras otros se quedaban en el centro de acopio y distribución, para prestar manos. Para ese momento, la marea de ayuda, de manos, de solidaridad tenía cubierta la ciudad entera.

Los primeros diez minutos después del temblor

Por Carlos Wilfredo Trejo

19/Sep/2017

Si hoy volviera a temblar, aunque sólo fuera un temblor con una quinta parte de la intensidad del que sentimos el día 19, muchos nos moriríamos de susto. Somos unos cobardes, aunque nos esforzamos por parecer fuertes

Parece que la vida regresa poco a poco al estado en que se encontraba antes del terremoto. Volvemos a levantarnos temprano para ir al trabajo, para llevar a los niños a la escuela, para pelearnos con el tráfico, el clima y la somnolencia. Pero, a pesar de que queremos volver a la normalidad, el miedo aún permanece: cualquier movimiento pequeño de la tierra nos hace saltar.

"...estaba matando extraterrestres, protegiendo a la tierra de los invasores cuando comenzó a temblar."

Si hoy volviera a temblar, muchos nos moriríamos de susto. Los edificios que se dañaron con el sismo se desplomarían inevitablemente. El miedo volvería como un grito que desciende por la montaña, frío, para congelarnos el pecho.

Esa tarde intentaba no pensar en que aún no consigo trabajo. Me había sumergido en un videojuego dentro del cual he hecho buenos amigos; me sirve para no caer de lleno en la depresión. En el juego estaba matando extraterrestres, protegiendo a la tierra de los invasores cuando comenzó a temblar.

—Parece que está temblando—, le dije a mis compañeros de escuadra.

Seguido tiembla en México, pero hemos aprendido a ignorar. Este sismo no se detuvo y siguió creciendo en intensidad: comenzó a moverse el foco del techo, comenzó a moverse el mueble del televisor, incluso comenzó a moverse el sillón sobre el que estaba.

—¡Carajo, está temblando!Voy a tener que dejarlos—, dije.

El edificio de cinco plantas en el que vivo comenzó a crujir mientras se mecía de un lado a otro. Comencé a sentirme mareado y las piernas apenas podían sostenerme.

Estaba en el piso siete de un edificio en el Centro de la Ciudad que sobrevivió al terremoto de 1985. Tuve de golpe la imagen de todas esas fotografías que, año con año, aparecen en los periódicos para conmemorar el aniversario de ese sismo.

No sé cuánto duró el terremoto, pero me pareció una eternidad.

Terminó y no había luz. “Tal vez en unos pocos minutos vuelva y todo regrese a la normalidad, como siempre sucede” pensé. Me consoló no escuchar gritos ni llantos, pero pronto iba a aprender que la tragedia no siempre viene acompañada de esos signos de drama enseñados por la televisión.

Después del sismo, vi la ciudad por primera vez cuando revisé la condición de los tanques de gas. Hace treinta años llegué a vivir a este departamento junto con mi mamá y mi hermano, después del terremoto del 85, cuando la colonia aún estaba devastada y ya nadie quería vivir aquí.

Alrededor de mi edificio todo estaba cubierto de polvo, como si una gran tormenta de arena se hubiera colado por las calles y cubierto las casas. Tuve la sensación de haber sido transportado a una ciudad que recién había sido bombardeada.

Bajé los escalones y a cada paso que daba sentía que me iba a ir de bruces. Mi corazón latía con fuerza. “Creo que a dos calles se derrumbó un edificio”, le dije con voz temblorosa a mi madre.

El edificio colapsado era una enorme montaña de escombros coronada por un anuncio metálico doblado sobre sí mismo. Llegué y ya había personas ayudando a remover las piedras con la esperanza de encontrar a alguien con vida. Me convertí en un ayudante más cuando pusieron escombros sobre mis manos.

Un hombre de chaleco fosforescente y casco de rescatista nos pidió silencio a todos los presentes. El hombre estaba de pie sobre la cima de los escombros. Nos dijo que debíamos retirarnos del lugar, que todo olía a gas y que había riesgo de provocar una explosión.

Junto a mí una chica muy maquillada, con las uñas largas decoradas y la mano ensangrentada, intentaba hacer una llamada. Alrededor de ella, un grupo de cinco chicas hablaban atropellando sus propias ideas. Preguntaban sobre la estétitca en la que trabajaban, ubicada en el primer piso del edificio colapsado. También preguntaban dónde estaban sus demás compañeras.

Ellas apenas habían podido salir de su edificio. ¿Qué se sentirá saber que has escapado de las garras de la muerte? ¿Te sentirás bendecido? ¿Verás tu vida con otros ojos a partir de ahora? ¿Comenzarás a luchar por tus sueños y alcanzarás las metas que habías dejado atrás? No sé si me gustaría saber esas respuestas.

Por los alrededores del lugar en el que vivo, muchos edificios quedaron con daños estructurales importantes. A dos calles del derrumbe, un conjunto de edificios de departamentos quedó sin varias de sus paredes. Era como si alguien las hubiera arrancado dejando expuesto todo su interior.

Caminando por los alrededores vi ancianos sentados afuera de su casa, gente intentando rescatar algunas de sus pertenencias, sacando a sus animales asustados. Vi rescatistas, bomberos y policías acordonando las construcciones dañadas y consolando a la gente. Vi gente ayudando en lo que podía ayudar. Todo mundo parecía estar haciendo algo para ocuparse, intentando hacer cualquier cosa para no pensar en el miedo que aún sentíamos.

¿Qué se sentirá saber que has escapado de las garras de la muerte? ¿Te sentirás bendecido? ¿Verás tu vida con otros ojos a partir de ahora? ¿Comenzarás a luchar por tus sueños y alcanzarás las metas que habías dejado atrás? No sé si me gustaría saber esas respuestas.

Ahora todo ha vuelto a la aparente normalidad. Tardé muchos días en sentarme a escribir esto. Muchos seguimos sin poder dormir, incluso. Aún nos da miedo imaginar que pueda volver a temblar con la misma intensidad. Tenemos miedo, pero aun así lo enfrentamos. Si otra vez nos caemos, estoy seguro que nos volveremos a poner de pie.

Los millennials en el sismo

Por Erick Valdepeñas

19/Sep/2017

Estoy muy orgulloso de pertenecer a esta generación que ha dado la cara aún en la situación más adversa, la resiliencia millenial

El 19 de septiembre me encontraba en Paseo de la Reforma, un suceso que jamás había vivido, pasó. Un sismo de gran magnitud sacudió a la ciudad de México, fueron momentos de mucho tensión y nerviosismo los que vivimos todos los que nos encontrábamos en la ciudad.

Mucha gente confundida sin saber que hacer; todos corrían y caminaban de un lado a otro sin rumbo exacto, todo colapsó por unos momentos. La adrenalina que recorría a toda la gente que pude observar era inminente. En ese momento me comuniqué con mis familiares para corroborar que todos estaban bien, lo siguiente fue ver el inicio de la resiliencia (capacidad que tiene una persona para superar situaciones traumáticas) millenial.

Facebook, Twitter, WhatsApp han sido una gran fuente de comunicación en estos momentos, cuando abrí mi twitter pude observar un llamamiento para ayudar en la calle de Valladolid y Álvaro Obregón, caminé toda la colonia Juárez y crucé parte de la Roma para poder llegar al punto donde se había desplomado un edificio con el número 286, neta estaba impactado de ver tantas estructuras tan madreadas y tanta banda a punto del colapso emocional.

Cuando llegué al punto de Álvaro Obregón, conocí a Rodrigo, un compa con una chamarra biker que estaba acomodando a la multitud que se quería acercar al edificio, quizás han visto los videos de Rodrigo (Rod Ch en Facebook) en algún momento, ya que han sido viralizados en los rescates.

En ese momento empezamos a organizarnos para liberar el paso de los servicios de emergencia y agilizar el tránsito, momentos después empezamos a recibir muchos víveres, los cuales canalizábamos dentro de la zona del derrumbe. La solidaridad estuvo en todo momento. Ahí pasaron muchas horas.

Nos llegó la madrugada y el movimiento era constante, no se sabía la cantidad de personas que se encontraban en el edificio colapsado. Ya el miércoles, Rodrigo se sumó a los cuerpos de rescate donde pudo transmitir el rescate de algunos compas que fueron afectados, mientras que el centro de acopio que estaba en la calle de Álvaro Obregón, seguía llenándose.

Lo que me impresionó fue la constante de mujeres y hombres jóvenes que venían de todos lados ofreciendo ayuda incondicional para poder salir adelante, ver las filas inmensas en la calle de Ámsterdam con filas de ingenieros, arquitectos y voluntarios, dispuestos a colaborar en la tragedia, era espectacular.

...Vi una gran cantidad de jóvenes, ya había llegado la Universidad de Chapingo y más adelante se triplicaron las brigadas, con estudiantes de diferentes universidades como el Tec, la Anáhuac, la Ibero, la UNAM, el Poli y más.

El jueves junto con mi amiga Viridiana, decidimos viajar al municipio de Tepalcingo en Morelos, durante el camino pude observar camionetas repletas de jóvenes con cascos y chalecos, en las dos casetas que pasamos habían autos esperando víveres para transportarlos a Morelos.

Esperaba un panorama menos devastador que el de la Ciudad de México, pero fue todo lo contrario, comunidades destrozadas, familias viviendo en sus patios por la imposibilidad de entrar a sus casas. Cuando llegamos al municipio vi una gran cantidad de jóvenes, ya había llegado la Universidad de Chapingo y más adelante se triplicaron las brigadas, con estudiantes de diferentes universidades como el Tec, la Anáhuac, la Ibero, la UNAM, el Poli y más.

Desafortunadamente las autoridades seguían sin saber qué hacer ante tal acontecimiento, era increíble ver que la gente seguía dentro de sus casas a punto del derrumbe.

La indiferencia y la inexperiencia de un suceso tal como este sismo es inminente, la gente de Tepalcingo arriesga su vida por la falta de información. Sin embargo, todos los voluntarios que estábamos ahí realizamos brigadas para informar del peligro en el que se encuentran, ese mismo jueves empezamos a recorrer el municipio y ver lo que había sucedido, las brigadas de ingenieros y arquitectos hacían recomendaciones a los habitantes y recababan información para facilitar a las autoridades a entender la desgracia que se tiene. Me atrevo a decir que más del 90 % de las casa están en situación inhabitable.

El jueves a casi media noche regresamos al centro de acopio ubicado en la calle de Ámsterdam para solicitar víveres y material que ocupaban en dicho municipio, nuestra sorpresa fue muy grande, al llegar, millennials estaban a cargo de ese centro de acopio, donde sin dudarlo nos ofrecieron todo el material que estábamos buscando, ahí estaba Mariana, una vecina hipster de la condesa que estaba encargada de entregar la ayuda al que lo solicitara.

Con una organización impecable nos volvió a llenar la camioneta, los jóvenes doctores nos sugerían qué medicamentos llevar por las picaduras de alacrán y los jóvenes rockeros a cargo de los autos pusieron combustible a nuestra camioneta. Regresamos a Tepalcingo y la desesperación de las autoridades municipales era gigantesca, el centro de acopio estaba casi vacío, ya que la desinformación que se transmita no permitía que llegara ayuda al municipio.

Un error muy grave fue el comunicar que los gobiernos se estaban quedando con los víveres, cuando la sociedad era quien los estaba organizando y entregando en los centros de acopio.

Los días que hemos vivido han sido difíciles, los compromisos laborales y de ayuda han hecho que se triplique el esfuerzo físico de todos, desde el Godín en su oficina, hasta el peón que estaba en una obra. Todos merecen un gran reconocimiento.

Lo curioso de todo esto, fue la facilidad de comunicación entre toda una generación, tengo la satisfacción de ver las mujeres y los hombres jóvenes de México unidos por levantar a nuestro país, una generación que ha eliminado la barrera de la indiferencia y ha enarbolado el poder la unión de los mexicanos. Hemos eliminado las jerarquías institucionales para poder trabajar en conjunto por México.

Hace no mucho escribí acerca de los millennials y como los medios de información nos tachaban de irreverentes, narcisistas, flojos e indiferentes. Hoy hemos dado cuenta que nuestro pacto generacional es más grande de lo que a simple vista se notaba.

Aún nos falta mucho tiempo para reparar a México físicamente y espero que esta efervescencia de solidaridad y de ayuda continúe, quedó claro que todos los millennials somos uno solo. Existe un México antes y otro México después del temblor.

No olvidemos a Oaxaca, Chiapas, Morelos, Puebla, Edomex y la Ciudad de México. Hoy todos nos necesitamos, no se trata de volver a la realidad se trata de aplicar lo aprendido para el futuro que se viene para nosotros y reestructurar a México.

Si me preguntan el porqué de mi participación, la respuesta es muy sencilla, lo hice por pura solidaridad y por el compromiso que mi generación tiene ante este gran país que es México.

Estoy muy orgulloso de pertenecer a esta generación que ha dado la cara aún en la situación más adversa, la resiliencia millenial. Por nuestros vivos, por nuestros muertos, por los rescatistas, por nuestra Frida, por los voluntarios y porque aun nuestro pueblo produce héroes.

Silencio

Poema de Alberto Pereda C.

19/Sep/2017

Los puños en alto en señal de no hacer ruido. En la
profunda incertidumbre de la noche, sólo se oye el
aliento agitado de los cientos de seres reunidos al
llamado de la esperanza.

Nadie quiere escuchar su cansancio, sus propios
miedos y sus penas, solo quieren escuchar los latidos
de vida emergiendo entre las piedras.

Aunque nadie habla, las miradas dicen más que las
palabras. Miradas que se abren paso entre el polvo de
los escombros, con la determinación y la certeza de que
se juega la vida de un hermano.

Jóvenes, viejos, mujeres y hombres, y los fieles perros.
El que ofrece comida y el que soporta la pesada carga.
No los detendrá nada.

Los brazos levantados son más fuertes que las
columnas destruidas. El eco de los corazones impulsan
una infatigable jornada en donde todos somos uno,
rodeados de confianza.

Muros derruidos, varillas retorcidas, colosales masas de
concreto, no dejaremos que sepulten tantos sueños.
Habrán de ser removidos, bloque por bloque, con la
fortaleza unida de tantas manos.

Madre Tierra, prodigioso milagro que durante eones ha
engendrado la vida, en sus inconmensurables ciclos se
agita desde sus entrañas. Pareciera ser que para
mantener la existencia, a veces necesita de una
dolorosa ofrenda de lágrimas.

Padre, madre, hija, abuela, hermano, amigo. Somos una
familia. Somos todos. Te abrazamos desde aquí. No te
abandonaremos.

Elevamos una plegaria entre el ruido de los picos y las
palas. Te acompañamos en tu silencio quitando piedras
y escombros para que puedan extenderse las luminosas
alas de vida de tu alma.