“¿Qué es?”, pregunta Óscar Flores mientras intenta encontrarle sentido a las imágenes. “¿Una cara?”, continúa sin esperar respuesta. El ingeniero de 60 años hace una pausa, ladea la cabeza y vuelve a preguntar: “¿Un mentón?”. Deja correr un poco más el video, se separa de la pantalla, entrecierra los ojos y dice con una expresión de estupefacción: “Soy yo”.
Óscar recuerda el momento en que por las grietas de los escombros entró la diminuta cámara. Recuerda que desde fuera le dieron instrucciones: tenía que decir su nombre, dar una evaluación general de la situación y grabar sus alrededores. Llevaba cinco días sepultado bajo los restos del edificio Nuevo León de Tlatelolco y esa cámara fue la primera esperanza real de que podría salir de ahí.
Ahora vuelve a ver la grabación 30 años después, pero como espectador de sí mismo.
Óscar se despertó a las siete de la mañana. Ese día, 19 de septiembre, debía formalizar la venta de unos tambos de gasolina. El festejo de la noche anterior por la comisión que ganaría lo hizo permanecer unos minutos más bajo las cobijas. Su esposa, Rebeca, dormía al otro lado de la cama.
A las 7:14, 7:15 de la mañana, tuvo el ímpetu necesario para seguir su rutina. Abrió la llave del agua caliente, fue por la toalla a la zotehuela y cuando iba de regreso a la ducha sintió un mareo.
“Pensé: ‘Caray, anoche parece que sí me pasé de copas’”, dice Óscar sobre los segundos que le tomó darse cuenta de que no era él quien había perdido el equilibrio, sino la ciudad entera.
Corrió a ayudar a Rebeca a salir de la cama. Buscaron la salida, intentaron abrir la puerta. Regresaron al quicio entre su recámara y el pasillo, pensaron en saltar por la ventana: estaban atrapados. Los muros se empezaron a cuartear. El movimiento continuaba. El ruido aturdía: “No sé si el edificio se estaba quejando o estaba enojado, pero se escuchaba un sonido muy característico”, dice Óscar mientras recuerda cómo su apartamento se empezó a caer.
Rebeca se tapó la cara en un gesto de desolación. Óscar la abrazó por detrás. El piso se colapsó. Se escuchó una especie de estallido. Ambos cayeron seis metros bajo tierra y quedaron atrapados entre los restos de un edificio de 15 niveles. Vivían en el departamento 114, en el piso de arriba de los locales comerciales, entrada D. “Fueron los únicos sobrevivientes de los pisos uno al seis”, explica el especialista Iván Salcido, autor del libro El terremoto de 1985. 30 años en nuestra memoria.
Óscar se dio cuenta que su brazo izquierdo había sido cercenado. Estaba sangrante, inservible.
—Gordito —le dijo Rebeca a Óscar— ¿Estamos muertos y en el infierno?
—No, estamos vivos, en el infierno.
Algo andaba mal en el Nuevo León. Las protestas de los vecinos que se dieron días después del terremoto señalaban a los culpables: “Fonhapo sabía/ que el Nuevo León se caía”, “El Nuevo León se cayó/Fonhapo los mató”. En el módulo central del edificio una manta decía: “Los vecinos demandamos la reparación del edificio”. Desde el sismo de 1979, cuando la estructura quedó dañada, los habitantes exigieron al Fideicomiso Fondo Nacional de Habitaciones Populares (Fonhapo) reparaciones vitales para la estabilidad de la edificación: reajuste de los pilotes de control, mantenimiento a las celdas de cimentación y que se recuperara la verticalidad.
“En este caso decimos que fue una muerte anunciada”, dice Cuauhtémoc Abarca, quien desde el 85 es uno de los protagonistas de las demandas vecinales de Tlatelolco, al explicar que el gobierno se negó a realizar los ajustes necesarios al Nuevo León.
Abarca recuerda textualmente el peritaje del edificio. “En las conclusiones los expertos apuntaban: los módulos 2 y 3 —central y norte— se hallan en contacto entre sí a nivel de la junta de construcción, y en el caso de que ocurra un sismo con componente longitudinal importante, corre el riesgo de derrumbe”. Fue lo que sucedió.
En el 79 se dañó, en el 81 se desocupó parcialmente para realizarle arreglos y en el 83 se volvió a ocupar sin que las demandas fueran satisfechas.
Cuauhtémoc golpea las palmas de sus manos entre sí, como si aplaudiera, como si su mano derecha fuera el módulo norte y la izquierda el módulo central del Nuevo León esa mañana de septiembre del 85. Clap-clap-clap. “Una mole de 600 toneladas de concreto pegándole a otra de las mismas dimensiones —el ritmo de las palmas aumenta—, un edificio estaba recostado en otro. Nada aguanta eso”.
“Entraba en un bar”, dice Óscar y especifica que no era cualquier cantina, era un bar elegante, de esos que tienen meseros con uniforme y corbatín, camisa blanca y mandil. Se sentaba en la barra de madera, frente a la exposición de licores y un señor le decía:
—Tenemos las mejores cervezas de exportación.
—Quiero agua simple —contestaba Óscar.
—¿Una cerveza nacional? —insistía el mesero y sacaba un vaso escarchado.
—Quiero agua —repetía Óscar.
—¿Agua mineral?
—Agua de cisterna.
“Agua de cisterna”, vuelve a decir Óscar y se ríe de las alucinaciones que le causaban el encierro, el dolor, la sed, la desesperación. La boca se le despellejaba y la necesidad de tomar agua se acrecentaba.
A la sed constante, la incapacidad de medir el tiempo, el silencio que crecía por la muerte paulatina de otros bajo los escombros, se sumaban otras preocupaciones: Óscar pensó que además de haber perdido su brazo izquierdo —era zurdo— también se le había reventado un ojo, su oreja y su ceja izquierda, que le llenaba la cara de sangre. “Yo sabía que era cuestión de tiempo para que me desangrara y muriera. La incertidumbre era cuándo. No quería dejar a Rebeca con un cadáver como compañía”, dice.
Para mitigar el dolor del brazo, por ejemplo, a veces cantaba y se burlaba de su situación. “Había una canción de Emmanuel: ‘Todo se derrumbó, dentro de mí, dentro de mí, mira mi brazo, como se quiebra, mira…’”. Tenían entre un metro y un metro 10 de espacio para moverse, calcula Óscar, quien recuerda cómo poco a poco se fueron quedando con menos área libre, como si la marea de polvo y cascajo subiera y amenazara con ahogarlos. Óscar estaba enterrado hasta las rodillas, en una posición intermedia entre sentado y acostado; Rebeca estaba a un costado de él, separada por una columna. Sólo se podían tocar la pantorrilla.
Entre el eco de una canción desesperada, las alucinaciones, los dolores, el sueño intermitente, Óscar escuchó un llamado a los sobrevivientes: “Si hay alguien con vida, que toque con una piedra” y se repitió “Si hay alguien con vida, que toque cinco veces con una piedra”: Toc-toc-toc-toc-toc.
“Entre los escombros se metieron largas culebritas, una especie de cables que en el extremo tenían parlantes y micrófonos para detectar sobrevivientes”, relata Abarca sobre el mecanismo para detectar personas con vida después del tercer día de búsqueda.
“Decíamos a través del sonido: ‘Atención sobrevivientes de la entrada D, sabemos que están ahí. Si nos escuchan, cuando yo deje de hablar golpeen el muro que tengan más cerca cinco veces seguidas’. La respuesta la veíamos en una especie de pantalla de electrocardiograma, cada pico era un golpe de piedra, la señal de que había un sobreviviente”, explica Abarca.
A Óscar y a Rebeca los encontraron así: “Piedras eran lo que nos sobraban”, dice. Tocaron cinco, 10, 15, 20 veces con el fin de que los expertos pudieran reducir el área de búsqueda y determinar su ubicación exacta.
“Se tardaron mucho”, dice Óscar sobre lo pesadas que fueron las últimas horas. “Yo pensaba: si nos tienen ubicados, por qué se demoran tanto en venir por nosotros”. Pero la espera rindió frutos. “Sentí un jalón, un dolor en el brazo”, relata Óscar sobre el momento exacto en que tuvo contacto con los rescatistas.
Los ayudantes llegaron por detrás, lo tomaron por las axilas, lo empezaron a jalar hacia la salida. Respiró fresco. Vio un poco de la luz de las dos de la tarde del lunes 23 de septiembre de 1985. Lo taparon con una sábana para protegerle sus ojos acostumbrados a la oscuridad, después sacaron a Rebeca, quien sólo tenía moretones y la uña del dedo gordo del pie lastimada. A Óscar lo tras- ladaron en helicóptero de emergencia al hospital de Xoco.
Hace 30 años que Óscar no volvía a Tlatelolco y su historia la cuenta precisamente desde aquí, del lugar que le cambió la forma de explicarse la vida. Recorre el espacio donde estaba el edificio Nuevo León en un intento de recordar su vida cotidiana a los 29 años, y dice: “Mi departamento quedaba justo aquí, a la altura del asta de la bandera de México que sale de la comandancia de policía”.
Este norteño de casi 1.90 de estatura, 60 años, abundante pelo canoso, manco del brazo izquierdo, sonríe frente a la caseta de vigilancia y parece recordar la frase que le dijo al médico del hospital que lo recibió en trance agónico, con cuarto grado de deshidratación, agotada la reserva de sangre, fiebre e inicio de gangrena en la extremidad izquierda: “No estoy feliz porque estoy así, estoy feliz porque estoy aquí”.
Martín Vidal tenía 33 años cuando se enfrentó a la muerte. Era trabajador del estadio de beisbol del Seguro Social y en septiembre de 1985 pasó de darle mantenimiento al campo a recibir los cadáveres de las víctimas del terremoto. Su apacible oficina se convirtió, en pocas horas, en un anfiteatro improvisado.
“Lo que más se me quedó fue la impresión de ver tanto cadáver… tanto muerto, de veras, haz de cuenta una guerra”, dice Martín, ahora de 63 años, mientras hace una mueca de dolor y recuerda las filas de cadáveres que abarrotaron el estadio durante los primeros días de la tragedia.
Desde el mismo jueves 19 de septiembre, a las 11 de la mañana, los empleados del estadio que llegaron a trabajar se dispusieron al acomodo de los cadáveres. Martín fue el encargado de realizar el registro: sexo, edad aproximada, rasgo distintivo y procedencia; todos datos indispensables para ayudar a que sus familiares los encontraran.
“Los acomodábamos pegaditos y los tapábamos con una sábana, y la gente recorría los pasillos. Sólo quedaba la cara descubierta, pero muchos iban desfigurados y otros sin brazos, ya rotos totalmente”, describe Vidal sobre el procedimiento para reconocer los cuerpos, el cual se extendió más o menos una semana después del 19 de septiembre.
Mientras adentro los muertos se apilaban y los médicos luchaban contra la descomposición natural inyectándoles formol, afuera la fila de personas buscando a sus seres queridos serpenteaba alrededor del estadio: todo avenida Cuauhtémoc y Viaducto hasta Xochicalco, en la colonia Narvarte.
“Miles, llegaron miles. ¿Se imagina un campo como éste o más grande lleno de gente muerta?”, dice Martín, mientras señala su nuevo lugar de trabajo: el estadio de los Diablos Rojos, que tiene capacidad para 4 mil 300 espectadores.
Este hombre moreno, de complexión delgada y enjuta, dice seguro de sí mismo: “Ahora los cadáveres no me dan miedo, y tampoco los temblores”. Está curado de espanto.
Algunos le dicen El Niño Terremoto, otros El Niño Milagro que nació de entre los muertos. Este 19 de septiembre cumple 30 años de edad. Su historia ha trascendido por las circunstancias en las que nació en 1985.
Lo cierto, dice Jesús Francisco Flores Medina, es que “fue gracias a mi abuela y a Dios que estoy aquí. Ella me sacó del vientre del cadáver de mi madre.
“Mi abuela salió a las siete de la mañana a la leche ese 19 de septiembre. Cuando regresó vio derrumbado el edificio en el que vivía, en la Plaza de San Camilito, en Garibaldi.
“Ahí fallecieron 24 familiares, 12 eran mariachis: los hermanos Medina. Mi abuela, desesperada, no quiso dejar que la retiraran del lugar hasta ver el cuerpo de su hija, de 17 años, y de sus demás familiares.
Su abuela fue muy valiente...
—Sí, querían retirarla, pero ella se aferró y les dijo a quienes estaban a cargo que no se movería de ahí hasta encontrar el cuerpo de su hija. Después de un tiempo vio a mi madre, que aun entre los escombros tenía los brazos y manos cubriéndose el vientre, dentro del que yo me movía. Mi abuela me contó que, sin titubear, con una navaja de rasurar cortó su vientre y me sacó. Así nací, en esas circunstancias.
¿Ahí murieron otros familiares?—Sí, mi papá, mi mamá, mis tíos, primos, todos, fueron 24 los que fallecieron. Era una familia de mariachis.
Dicen que nací de entre los muertos, que mi vida es un milagro, que estoy aquí porque tengo algo destinado, que tengo que hacer algo bueno en la vida. Pero la realidad es que soy una persona común y corriente que se preocupa por hacer el bien, por ayudar a la gente.
¿Qué ha hecho en estos años, a qué se ha dedicado?
—A trabajar, desde niño trabajo, he vendido dulces, chicles, limpiado parabrisas. Dentro de mis posibilidades he podido llegar a lo que ahora soy, con mucho esfuerzo en un camino que no ha sido fácil, pero que afortunadamente he conocido a gente que me ha ayudado.
Haber nacido en esas circunstancias, ¿le ha facilitado las cosas en la vida o se las ha complicado?
—Me ha dado facilidades en mi desarrollo en muchos aspectos, pero en otros me ha cerrado las puertas. Hay gente que piensa que con mi situación he lucrado, pero pienso que si uno logra las cosas debe ser con su propio esfuerzo, y en mi vida lo he hecho así.
Se dice que de niño lo apoyó mucho el gobierno...
—En algún momento sí, tuve apoyo del presidente Carlos Salinas de Gortari, quien ayudó a que a mi abuelita y a mí nos facilitaran tener un departamento en Tlatelolco, y también tuve acercamiento con el presidente Ernesto Zedillo, pero la ayuda se fue acabando y, como muchos, he tenido que salir adelante solo y seguir viendo por mi abuelita.
Ahora que se conmemoran 30 años de los sismos de 1985, ¿considera que existe en México una buena educación en materia de prevención?
—Creo que aún falta mucho, la gente debe informarse más, debe haber más atención a la educación en ese sentido, y hace falta tomar más medidas.
Por ejemplo, en la unidad Tlatelolco se requiere instalar más alertas sísmicas, hacer simulacros. También debe hacerse esto en otras colonias. Vemos que en edificios de oficinas se hacen simulacros, pero no en las unidades habitacionales o en barrios.
¿Le teme a los sismos?
—No, más bien les tengo respeto, como a todo fenómeno natural, ante los cuales debemos saber vivir y sobrevivir, porque no podemos enfrentarnos a ellos, más bien podemos prevenir riesgos y desastres.
No se debe actuar ya que pasó la tragedia, sino prevenirla ante un terremoto o huracán.
En este 30 aniversario de los sismos, ¿considera que se debe hacer un homenaje?
—Más bien se debe hacer una reflexión, pensar y agradecer cada día que tenemos vida.
¿Cómo ve usted la vida?
—Que es un privilegio tenerla y por lo tanto hay que amar la vida cada día, cada momento. Hay que amar a nuestros semejantes.
¿Cómo debe vivirse cada día?
—Disfrutar cada día y darle gracias a Dios por cada momento de nuestra vida, y superar los problemas y pensar que gracias a que estás vivo puedes solucionarlos. Estoy seguro de que tengo el privilegio de haber vivido y no sólo por las circunstancias en las que nací, valoro la vida y eso deben hacer todas las personas, a pesar de sus problemas y realidad en la que se desarrollen, deben dar gracias de que tienen vida.
Flores Medina hoy se dedica a la política y ha sido diputado suplente. Asegura que ésta es la forma que ha encontrado para ayudar a la gente, una forma de agradecer, dice, que emergió de los escombros.
La mañana del 19 de septiembre de 1985, Concepción Badillo, en aquel entonces corresponsal de Associated Press (AP) en México, rezaba para que las manecillas del reloj ralentizaran su marcha y le permitieran llegar a tiempo para cubrir su turno de las 7:00 a las 15:00 horas en las oficinas que la agencia tenía en un céntrico edificio de avenida Reforma.
“La verdad iba un poco tarde. Pero al pasar por donde estaba la Secretaría del Trabajo de repente sentí que perdía el control del auto. Todo se me movió. Pensé que era el auto o la cruda. Pero no. Pronto me di cuenta que era la tierra la que se movía. Seguí avanzando, y en el camino empezaron a derrumbarse edificios, sobre todo los del Centro Médico, en avenida Cuauhtémoc”.
El reloj registraba las 7:19 de la mañana. Un punto que marcaría un antes y un después para una corresponsal que, en el curso de las próximas horas, tendría que luchar contra el tiempo y los elementos para transmitir al mundo los alcances de una de las peores catástrofes en la historia de México.
“Como pude había conseguido llegar a las oficinas de la AP. Pero no logré entrar porque parte del edificio se vino abajo ante mis ojos. Nunca pudimos regresar. Mi colega, Cam Rossi, que era nuestra corresponsal en Monterrey y se hospedaba en el hotel Casa Blanca, había salido a la calle asustada y descalza. Sus pies sangraban porque se había cortado con los cristales rotos que tapizaban el suelo”.
Naturaleza contra medios. Para un periodista al servicio de una agencia de noticias, el tiempo es el mejor aliado para reclamar una exclusiva. O el peor adversario en la eterna lucha con la competencia. Sin embargo, en esa mañana del 19 de septiembre la madre naturaleza se había encargado de conspirar contra todos los medios extranjeros que necesitaban transmitir al mundo las imágenes y la crónica del terremoto que había desfigurado en cuestión de segundos el rostro de la ciudad de México.
Durante las primeras horas de la catástrofe, México permaneció incomunicado del mundo. La caída parcial de la Secretaría de Comunicaciones y la pérdida de líneas telefónicas en amplios sectores de la ciudad impidió a las agencias internacionales y a los medios extranjeros transmitir la noticia.
La difícil crónica. Las imágenes de edificios derrumbados, el caos de un escenario lo más parecido a un bombardeo. Los rostros empolvados de cientos de personas que deambulaban como fantasmas o gritaban pidiendo auxilio y la parálisis del transporte público complicaron las labores de rescate y el trabajo de miles de periodistas —entre ellos corresponsales extranjeros— que intentaban hacer una composición de escena.
Aunado a ello, el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México había suspendido sus operaciones.
“Pensando en la necesidad de conseguir primeros auxilios para mi colega, corrí a un periódico en avenida Reforma. Estando ahí se me ocurrió que me prestaran el télex, ya que no había teléfonos ni ningún otro tipo de comunicación. Así les avisamos a la gente de nuestra oficina central en Nueva York lo que pasaba”, recuerda Badillo al evocar los planes de emergencia que varios medios tuvieron que poner en marcha para poder informar al mundo sobre la tragedia.
“Recuerdo que me encontré con otro colega, George Nathanson, de la cadena CBS, quien me contó que estaban tratando de conseguir un avión privado para ir a Texas, ya que los vuelos comerciales estaban cancelados. En ese momento se nos unió Eloy Aguilar, el legendario jefe de la oficina de AP y le propusimos compartir los gastos y el avión.
“La gente de la CBS aceptó y el resto es historia. Eloy Aguilar viajó a Texas y desde ahí transmitió la información y las primeras fotografías de una ciudad de México casi en ruinas”.
Ayuda de la sociedad civil. Treinta años después, la retrospectiva en cámara lenta es la crónica de una de las peores tragedias que nadie anticipó en términos de cobertura desde Estados Unidos y el mundo entero.
Pero, además, un suceso marcado por el abandono de los dioses de la inmediatez que hoy rigen internet y las redes sociales y que, en aquel entonces, obligó a los más importantes medios a enviar a cientos de periodistas para ofrecer la crónica en directo de un acontecimiento que marcó el resurgimiento de las cenizas de la ciudad y el despertar de la sociedad civil.
Las cifras de muertos pasaron en cuestión de semanas de mil 300 a 10 mil, con más de 30 mil heridos y miles de desplazados y sin hogar.
Las crónicas dejaron constancia de un gobierno desbordado por las circunstancias, relevado en medio de la crisis y el dolor de millones por una sociedad civil que actuó de forma espontánea y solidaria para salvar la vida de miles de entre los escombros.
“Recuerdo que la AP me envió poco después de los primeros días del terremoto a cubrir Los Pinos. En ese entonces el portavoz era Manuel Alonso, que salió ante los medios nacionales y extranjeros a declarar que México no necesitaba ayuda del exterior. Esta postura se modificó con el curso de los días, al percatarse de la dimensión de la catástrofe”, recuerda Badillo, quien hoy vive en la ciudad de Washington.
Fue así como comenzaron a llegar periodistas de todo el mundo y equipos de rescatistas que se dispersaron por la ciudad. Con historias como las de los 22 “bebés milagro” que sobrevivieron entre los escombros del Hospital General.
“Creo que, a la distancia, lo más impresionante fue constatar el espíritu de solidaridad de la sociedad mexicana. Los corresponsales extranjeros nos reuníamos por la noche cerca de edificios que habían perdido sus muros, y muchos de los apartamentos los podías ver desde la calle. Recuerdo que nunca vimos una escena de saqueo. Nadie aprovechó el momento para robar. La sociedad mexicana dio muestras de una civilidad que nos conmovió”, dice la periodista al constatar a la distancia lo mucho que ha cambiado México desde entonces.
Eran las 7 de la mañana. Como todos los días, María Hernández introdujo su tarjeta de trabajo al viejo reloj para marcar el inicio de su jornada laboral como costurera en la colonia Obrera. De forma automática, comenzó a medir los pedazos de tela para confeccionar su cuota diaria de mil 200 dobladillos a pantalones.
Poco a poco el sonido y movimiento de las máquinas de coser comenzó a inundar ese pequeño local que servía como fábrica de maquila. Sin embargo, 17 minutos de iniciada su jornada laboral, ésta se interrumpió con un fuerte movimiento que hizo que los hilos y telas se cayeran. Las máquinas dejaron de funcionar para dar paso al mayor sismo ocurrido en la capital mexicana.
“Era un edificio muy viejo, había sido un restaurante, no pudimos salir corriendo porque la puerta principal se trabó, no nos dejaba salir. Nos asomamos por las ventanas y gritábamos por ayuda. No había teléfono, no había luz. Por las ventanas les decíamos a los vecinos que les avisaran a los dueños que estaban a dos cuadras, que nos sacaran de ahí, pero ellos estaban ocupados en otra fábrica, revisando que nadie se robara nada”, relata.
“Había muchas compañeras histéricas, gritando. Algunas se desmayaron al ver que no podíamos salir. Gracias a que unos muchachos vinieron a romper la puerta con martillos fue que pudimos salir.
“Los patrones no nos dejaban irnos a nuestra casa para ver a nuestros hijos, a nuestra familia. Querían que no nos fuéramos porque estaban esperando a que llegara la luz, pero como vieron que no regresaba, nos dijeron ‘si se van a ir pero nos van a reponer el tiempo en otro día’. ¡Imagínate! Nos dijeron que al otro día nos presentáramos normal, y lo hicimos, pero no había luz todavía. Nos dijeron ‘bueno pónganse a limpiar el taller, aunque van a tener que pagar las horas que no trabajaron’”. A pesar de que el edificio donde laboraba María no colapsó, sí tuvo fracturas que ponía en riesgo a más de 70 mujeres que ahí trabajaban.
“Le decíamos a los patrones que vieran como había quedado, porque había muchas grietas. En un lado del taller había un boquete al que después sólo le echaron mezcla y ya. Nos decían que no pasaba nada, que no nos preocupáramos de eso. Era impactante cómo habían quedado esos edificios, muchas compañeras murieron. A los patrones les interesaba sacar la mercancía y las máquinas antes que rescatar a las costureras. Era un ambiente muy tétrico”.
Para Guadalupe Conde Dorado ese día de septiembre comenzaba de manera normal. Como era costumbre desde hace cuatro años, tomaba la ruta 100 para dirigirse a su trabajo de costura en la avenida San Fray Servando.
De pronto, un fuerte e inesperado movimiento al camión hizo que todos los pasajeros se bajaran. “Yo vi como el piso se abrió, fue algo apocalíptico, nunca podré olvidar como la gente comenzó a gritar y a correr”, recuerda la escena que la acompaña permanentemente.
“No sabíamos qué consecuencias había traído el temblor, comencé a caminar rumbo a mi trabajo. En el camino una persona pasó llorando y dijo que se habían caído edificios. Entonces me preocupe. La policía ya no me dejó pasar para ir al taller donde trabajaba, pero pude ver que no se cayó. Como nos dijeron que la zona estaba cerrada y no pasaría, me fui a San Antonio, donde tenía muchas amigas.
“Ahí estaba todo horrible, nunca había visto algo parecido. Muchos edificios donde había trabajo se cayeron y ahí conocía a muchas empleadas.”
Menciona que de forma automática, como si un espíritu de hermandad las uniera, las trabajadoras de la costura que habían sobrevivido comenzaron a reunirse y pedir ayuda por quienes podían estar vivos. Las lágrimas llegan cuando se le pregunta sobre sus compañeras, sepultadas entre los escombros.
“Era una cosa trágica”, afirma con voz quebrada. “Se escuchaban lamentos, pequeños gritos. Sabíamos que había muchas compañeras ahí en los escombros. Al principio, entre nosotras tratamos de sacarlas, junto con los vecinos, pero llegó la policía y nos impidió hacer alguna maniobra”.
Guadalupe comenta, aún con indignación, que lo primero que hicieron los patrones fue tratar de sacar las máquinas y los rollos de tela, antes que a sus empleadas.
“Lo que ellos querían y por lo que se preocupaban es por lo que decían que les pertenecía: las máquinas de coser y la tela”.
Debido a que al momento del sismo ya era horario laboral en la zona, decenas de ellas murieron. “Había una fila de ataúdes cerca del metro, pero no sacaron rápido a todas las compañeras . Al gobierno no le importó. Todavía pasado el Día de Muertos, el 2 de noviembre de ese año, siguieron sacando cuerpos”.