
Por: TERESA MORENO Y PEDRO VILLA Y CAÑA
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“Esta foto fue tomada en el campo donde se jugaba en Lecumberri. En ésta se encuentran Arturo 'El Zama' Escalante, con camisa de manga larga; a su lado izquierda, sin playera, está Luis González de Alba; junto con Félix Goded Andreu, quien se está tocando la cara con su mano izquierda. Abajo, sentado y de camisa blanca estoy yo".
Es el diputado federal por Morena Pablo Gómez, en ese entonces de 21 años y encarcelado en la celda 17 de la crujía C del "Palacio Negro" tras los acontecimientos del 2 de octubre de 1968. Es quien relata que en ese campo deportivo "una o dos vez a la semana nos daban permiso de salir a jugar. Unos jugaban fútbol, frontón y, otros no jugábamos nada".
Detalla que quienes aparecen en la fotografía eran sus camaradas, con quienes integraba una cocina colectiva, se juntaron porque, asegura, la comida de la cárcel "era muy mala, sin sabor, a nadie le gustaba".
"Los de la foto éramos miembros de una cocina colectiva pequeña, muy pequeña, que consistía en que una vez a la semana uno de nosotros se encargaba de la comida de los cinco. La mejor cocina era la de Goded Andreu, porque su mamá nos mandaba buena comida, algo memorable. No recuerdo si Luis González de Alba no tenía mamá o vivía en Guadalajara, pero no había familiares que le llevaran comida, pero tenía varias amigas que si le llevaban comida al penal", recuerda.
Pablo Gómez, quien antes de ser encarcelado era estudiante de tercer año de la Facultad de Economía de la UNAM, recuerda que para poder ingerir la comida que daban en Lecumberri, "teníamos que ponerle más cosas, la condimentábamos, la arreglábamos. A las nueve de la mañana desayunábamos y comíamos a las seis de la tarde. Esa era nuestra pequeña cooperativa, donde eras cocinero y comensal, una asociación culinaria muy importante, porque nos juntábamos a comer, y una convivencia que generó amistad".
Asevera que Ifigenia Martínez, entonces directora de la Facultad de Economía, "nos mandaba libros, cosas, como una forma de apoyo".
Cuando se le pregunta si ha regresado a Lecumberri, ubicado a unos metros del Palacio Legislativo de San Lázaro donde ahora labora como legislador, asienta. “Sí, varias veces, pero está muy cambiado de cuando estuve ahí. ¿Sabías que ocupe la misma celda, la 17 de la crujía C, en donde también estuvieron los diputados que Huerta encarceló en 1913 cuando disolvió el Congreso?".
Por: TERESA MORENO Y PEDRO VILLA Y CAÑA
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En la imagen aparecen dos jóvenes, portan ambos playeras deportivas iguales; al frente, sobre el pecho, se leen las siglas “U.N.A.M.”. Visten, además, pantalones cortos y calcetas altas, todo en colores azul y oro, que eran parte del equipo que les envió a los presos el rector Javier Barros Sierra: balones, pelotas de béisbol, manoplas y bats para que practicaran deporte.
Ambos miran a la cámara, frente a la puerta de una de esas celdas diminutas de la prisión de Lecumberri, llamada “El palacio negro”. Van vestidos para practicar algún deporte: tal vez fútbol o frontón, que los internos de Lecumberri presos en la crujía “C”, la de los presos políticos, hacen para quitarse “el carcelazo”: la depresión que genera el encierro.
Están parados uno al lado del otro, pero entre ellos se aprecia una distancia que ninguno puede explicarnos: como si estuvieran en diferentes lugares. Uno de ellos, el de la derecha, regordete, con el cabello un poco más largo, esboza una sonrisa mientras posa su brazo izquierdo, amistoso, sobre el hombro de su compañero.
Es al otro: al delgado que mira fijamente a un punto distante al objetivo de la cámara y en cuyos labios no se aprecia una sonrisa sino un gesto tenso, a quien esta mañana recuerda José Luis Vázquez Bustamante, quien fuera su compañero en la crujía “C”.
Van pasando las fotografías de un bonche, y Vázquez Bustamante se detiene en una, la de los dos jóvenes, el regordete que sonríe, y el delgado de la mirada ausente.
“Este es Jessaí. Es el que sale en la revista LIFE. En la foto que le tomaron se ve que le están dando de culatazos dos soldados. No era estudiante pero estaba en la Prepa 1, cuando dieron el bazukazo; ahí lo detuvieron”, recuerda.
Francisco Eduardo de la Vega, toma la fotografía y recuerda con memoria de historiador que su compañero era un muchacho de buen carácter, noble pero con problemas de drogas, constantemente deprimido. Cuando le daba “el carcelazo” fumaba mariguana y se encerraba en una celda a ver caricaturas, en la televisión que les había mandado el rector Javier Barros Sierra.
A Jessaí le gustaban los Looney Tunes, las historias de Porky y, sobretodo, las del “Gallo Claudio”, a quien imitaba a la perfección: “¡Hijo, hijo!”, llamaba a sus compañeros y se echaba a reír. De ahí se ganó su apodo, “El Hijo”.
“Este se suicidó”.
Otro archivo nos permite conocer un fragmento más de la historia de Jessaí. Se trata de una carta escrita a máquina firmada por él y fechada el 11 de noviembre de 1969 en la crujía “C” de la cárcel de Lecumberri. Pertenece al Archivo Histórico de la UNAM.
“A los estudiantes, al pueblo de México. A partir de hoy lunes 11 de noviembre, me he declarado en huelga de hambre indefinida para patentizar mi inconformidad con la política, cada vez más antidemocrática, que el gobierno ejerce contra todo el pueblo y exigir mi libertad y la de todos los presos políticos”, señala.
Luis González de Alba, en su libro “Los días y los años” menciona el episodio: Jessaí había decidido iniciar una huelga personal; cumpliría un mes cuando prometió levantarla si la iniciaban sus compañeros, “por esa circunstancia estaban ‘obligados’ a empezar cuanto antes pues cada día de retraso era un día más que Jessaí continuaba en huelga de hambre”, recuerda el ex dirigente estudiantil.
Han pasado 50 años y es difícil recordar cuándo se tomó la imagen que sostiene entre sus manos Eduardo De la Vega. El muchacho que aparece en la foto aprieta el puño derecho y ladea la cabeza, es Jessaí Díaz Cabrera; al momento de su arresto estudiaba la preparatoria.
Fue detenido el 30 de julio de 1968 en la preparatoria de San Ildefonso, cuando ocurrió el bazukazo a la puerta principal del edificio.
Se suicidó después de salir de Lecumberri.
Todavía en Lecumberri, Jessaí atentó contra su vida en la navidad de 1968, cinco meses después de su arresto y a unas semanas de haber iniciado su huelga de hambre personal: “se tomó un litro de insecticida y dos tiras de mejorales. Lo llevamos a la enfermería”, recuerda su antiguo amigo.
La historia no terminó en Lecumberri. Tras ser liberado, años después de tomarle la foto en la que aparece vestido de futbolista, Jessaí asesinó a su novia, Katy, y se suicidó en un hotel de la delegación Azcapotzalco.
“Mató a su novia en el Hotel Xochimancas con una pistola 22 y luego con la otra pistola, una 32 que llevaba, también se pegó un tiro. En la bolsa de la muchacha esta, se llamaba Katy, encontraron una credencial de la Dirección Federal de Seguridad. Ella era agente de la policía y todo el tiempo que la estuvo visitando, ella lo reportaba”.
Por: TERESA MORENO Y PEDRO VILLA Y CAÑA
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Me llamo Francisco Eduardo de la Vega y Ávila, tengo 74 años y estuve preso en Lecumberri de julio del 68 a abril de 1971. Te voy a hablar de esta fotografía y de quien en ella aparece. La persona que se encuentra a la izquierda se llama Mauro Rodríguez Sierra. Traté de ayudarlo, pero no fui lo suficientemente capaz. Es algo que me reprocho a mí mismo.
Mauro era conocido como “El Pirata” porque en los interrogatorios le golpearon mucho un ojo y se puso un pañuelo para tapárselo. Así llegó a Lecumberri.
Tenía 18 años, era un niño; cometió el error, además, de decir que era virgen y eso dio lugar a verdaderos aludes de ironías y bromas que pudieron haberle dañado. Yo orquestaba ese tipo de ironías sobre él y hoy me arrepiento.
Lo conocí el día en que recibió por primera ocasión a su familia, en 1968. Lo visitó su señora madre: una mujer alta, con una presencia muy digna; Mauro no tenía padre por alguna razón que ignoro.
Esa ocasión, la madre llevó el almuerzo y comieron juntos. En ese entonces, se tocaba una banda de guerra para avisar que la hora de la visita había terminado y la visita tenía que salir.
Así lo estaban haciendo cuando “El Pirata” empezó a gritar con desesperación:
-¡Mamá, mamá no te vayas!, ¡No me dejes aquí!, ¡Me quiero ir contigo, mamá!. Sus gritos se oyeron en toda la crujía. Me acerqué. Mauro Rodríguez Sierra estaba agarrado a su mamá y ella volteó a verme sin saber qué hacer. Traté de tomar un aire de seguridad y frescura.
-Señora, no se apure, aquí nosotros estamos muy organizados. No hay problema con el crimen ni con las drogas. Entre nosotros nos… (carraspea, se le quiebra la voz) entre nosotros nos cuidamos y nos protegemos- le dije y era cierto. Luego voltée a ver a Mauro, “El Pirata” -Mi'jo, espérate, vamos a despedir a tu mamá. No ha pasado nada, recupera tu respiración.
Pero él agarraba a su mamá y le pedía:
-¡No!, ¡Llévame, mamá!.
Es una cosa que me conmocionó mucho y me sigue conmocionando. Son de las cosas que no se pueden olvidar nunca.
Nunca lo volví a ver después de Lecumberri. Creo que no ha de conservar un buen recuerdo de mí, lo que lamento porque yo lo quería mucho: por ingenuo, por limpio, por noble y buena persona.
“El Pirata” era una buena persona, era todavía un niño que necesitaba a su familia, necesitaba a mamá y papá pero ahí no había más que lo que había. Entre nosotros, entre todos, tratábamos de protegerlo aunque no lo hablábamos y no lo convenimos nunca.
Por: TERESA MORENO Y PEDRO VILLA Y CAÑA
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Me llamo José Luis Vázquez Bustamante y estuve interno en Lecumberri desde el 2 de octubre de 1968 al 3 de abril de 1971. Esta foto es del equipo de fútbol de la crujía “C”, que era la de los presos políticos.
En el mismo equipo se juntaban los de la crujía “E” con los de la “D”, eran los que estaban presos por homicidios y lesiones. Siempre jugábamos contra los reos comunes, pero una vez resulta que no nos dejaron.
-¿Por qué no vamos a jugar? ¡Retamos o lo que quieran!, les preguntamos.
-No, ustedes no juegan.
Uno de los compañeros era un maestro: el “Plus, plas, plis”, le decíamos así por la porra de la Escuela Normal de Maestros, se llamaba Luis, Luis González Sánchez. Era chaparrito pero bien fornido.
Había sido uno al que le decían “El mayor”, así se le llamaba porque controlaba la crujía “E”, el que dijo que no jugáramos.
Se le acerca el Plus y le pregunta:
-¿Por qué no?
-Porque no queremos.
Y entonces, el maestro lo descuenta, de un golpe tremendo lo tiró. Ahí se quedó; los demás que fueron a verlo le preguntaban: “¿te sientes bien? ¿te sientes bien?”.
“El mayor” empezó a gritar “¡A mí, crujía, a mí!”... eso quería decir que iban sobre nosotros. Ni la pensamos: nos fuimos corriendo por el patio hasta la entrada de las crujías. A un compañero que apenas alcanzó a pasar se le cerró la puerta y le fracturaron el brazo, me acuerdo que se apellidaba, se apellida, Heredia.
Era una puerta chiquita pero alcanzamos a meternos... si no, ahí nos habrían puesto.
Otra vez estábamos jugando frontón y de repente llegó uno al que le decían “El general Mariles”, ese había matado a un albañil; llegó con sus guaruras a exigirnos que nos quitáramos porque iba a jugar él. Le dijimos que no, que él no era un preso igual a nosotros, que era distinto por asesino.
-Nosotros no. Estamos aquí por cuestiones políticas, le dijimos.
Nos quisieron sacar pero no nos dejamos. Fue uno de los pleitos que tuvimos.
En otro partido, nos enfrentamos con los de la crujía “M” donde estaban los médicos y los ferrocarrileros, que también eran presos políticos. Creo que les ganamos.
Por: TERESA MORENO Y PEDRO VILLA Y CAÑA
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En esta foto aparecen Raúl Álvarez Garín y Prisciliano Pérez Ayala, los dos fallecieron hace unos años. Puedes ver a Raúl borrando una pinta que habíamos hecho. En ese tiempo a las puertas de las celdas les pintábamos el apodo del que vivía ahí, no recuerdo cómo le decíamos a Raúl. Siempre nos cotorreaban. Lo hacíamos para quitarnos “el carcelazo”, así le llamábamos a cuando estaba uno deprimido.
Afuera de las celdas había unos tambos de basura grandotes de donde salían montones de ratas, qué digo ratas... ¡eran unos conejotes!; hacíamos 'puntas' con clavos y en las noches nos dedicábamos a matarlas, a veces alcanzábamos a unas 15 o 20. Algunos nos dormíamos, otros nos poníamos a leer... de esa forma me enseñé y leía bastante. Era un desahogo: teníamos que romper esa presión, “el carcelazo”.
Cuando llegó el tiempo, estuvimos 42 días en huelga de hambre.
Al día 22 nos aventaron a los presos comunes. Sabían que cualquier cosa que nos hicieran íbamos a pegar de gritos, pero cuando nos detuvieron a la visita rompimos el candado y nos salimos de la crujía. Al salir los de la “B” nos gritaban “¡Es una trampa, es una trampa!”.
Regresamos corriendo y alcanzamos a levantar la loza de una mesa que había ahí, la usamos para detener la reja. Un compañero, un líder campesino de nombre Rafael Jacobo, que era un hombre muy fuerte y muy grande, de Durango, se quedó a defenderla.
-¡Métete!, ¡que te metas!, le gritábamos, pero Jacobo no nos hacía caso.
Nosotros les aventábamos botellazos a los presos que se nos querían meter a la crujía. De repente vimos que los custodios nos empezaban a disparar... en un principio pensamos que nos iban a proteger, pero no: iban contra nosotros.
A un compañero que le decíamos “La chancha”, porque estaba gordillo, le pasó una bala de cerca, lo hirieron. Nos tuvimos que meter a las celdas.
Jacobo no pudo seguir defendiendo la reja y corrió hacia nosotros, llegó hasta la jardinera que estaba al lado de mi celda. Lo picaron cuatro veces en el hígado y le rompieron las manos a tubazos, le fracturaron el cráneo y se lo astillaron. Estuvo varias semanas con las manos enyesadas. Un héroe, Jacobo.
Los presos comunes lograron pasar y estaban intentando meterse a nuestras celdas para saquearnos, nos gritaban “¡Abran, abran!”. A mi celda se alcanzó a pasar mi compañero “El Gufi”.
-¿Sabes qué, Gufi? -le dije- Yo tengo dos fierros aquí y no nos vamos a quedar sin nada. Si nos llevan, nos llevamos a uno con nosotros.
Cada quien agarramos un fierro y nos quedamos detrás de la puerta.
Afuera seguían gritando: “¡Abran, abran, somos los de la B!"... simplemente por su modo de hablar nos dimos cuenta que sí eran ellos. Salimos y nos fuimos al redondel de la crujía, a donde nos juntaron a todos.
Otra vez, De la Vega tuvo la idea de que hiciéramos globos de papel de china, de esos que vuelan, para enseñárselos a las visitas. Creo que ahora les dicen globos de Cantoya. El domingo llegaba la visita y ahí estábamos todos los presos políticos, puestísimos, haciendo malabares para echar a volar nuestros globos. Ya que habíamos logrado hacer uno, lo prendíamos y ¡zaz!... se nos quemaba. Lo intentamos varias veces hasta que un día hicimos un globo más grande y logramos que levantara. Era un globo grandote de cantoya. Cuando voló, le dijimos a la visita: “¿Ya ven? ¿ya ven cómo sí se puede?”.
Por: TERESA MORENO Y PEDRO VILLA Y CAÑA
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Yo tenía una cámara rusa, como de espía que tenía el tamaño de una cajetilla de cigarros. La logró pasar de manera clandestina mi entonces esposa: la llevaba confundida con mamilas y alimentos para niños; teníamos, en ese entonces, dos hijos. Aunque después tuve que venderla porque había que conseguir dinero en tiempos de vacas flacas, con esa cámara tomé las 100 fotos que ahora te enseño.
En esta foto, estamos celebrando el cumpleaños de Raúl Álvarez Garín, el que se ve al centro. Fue un hombre al que yo respeté mucho, a pesar de haber sido adversarios políticos. Él perteneció al Partido Comunista, al igual que su madre, pero después se salió y nos “echaba” mucho. En esa ocasión, en el grupo al que pertenecíamos todos se le hizo un pastelito para celebrar su cumpleaños.
Te puedo contar que en Lecumberri los vínculos se formaban por un sentido de supervivencia: ocurrían las cosas más inverosímiles y era necesario mantener la dignidad. Se hizo una suerte de pacto no hablado de que nadie tocara a uno, porque nos tocaban a todos.
Hacíamos muchas cosas para mantener nuestra moral, nuestra identidad, para sentirnos fuertes y vitales a pesar de la represión política. En alguna ocasión hicimos una alberca dentro de la cárcel, algo que nunca había ocurrido: ¡era tan grande que podían nadar 15 personas en agua caliente! Ni la dirección del penal ni los policías se dieron jamás cuenta, y eso que no lo hicimos una vez, sino hasta tres o cuatro ocasiones.
A pesar de eso, también hubo intentos de suicidio pero logramos imponernos: era muy importante luchar contra la depresión y el consumo de drogas.
Te voy a decir que no era cosa fácil porque había una campaña permanente dentro de la prisión para lograr que los jóvenes se hicieran adictos: se les daba enganche para mariguana y pastillas como ciclopal y benzedrina, para inhalar había thinner y cocaína.
Sabíamos que una vez que se enganchaban, los compañeros se convertían en clientes; por eso dijimos: “aquí no entra nada de droga”, no faltaba quien fumaba su marihuana pero era muy controlado. Hubo una lucha constante de que no cundiera el problema, y lo logramos.
Eso sí, a todos nos gustaba el alcohol... ¡Uf! Hacíamos mucho y no solamente pulque, que era los que tomaban los presos comunes. No, nosotros hicimos una destilería y en alguna ocasión llegamos a producir 9 litros de alcohol que prendía con un cerillo. ¡Con ese alcohol nos emborrachamos muchos, y fuimos muy felices!.
Inclusive invitamos y aceptaron a los propios presos que nos juzgaban y nos decían que no debíamos hacer eso.
Era una suerte de lucha ideológica entre la política de la represión, entre querer borrarnos, exterminarnos y eliminarnos psicológica y políticamente, y nuestra determinación, nuestra juventud que era una fuerza incontrolable, y nuestra enorme vitalidad.
Por: TERESA MORENO Y PEDRO VILLA Y CAÑA
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Sólo quiero hablarte de una fotografía. Es esta de aquí, la elegí porque se me ve sonreír y ese es un hecho que pocas veces ocurre: siempre tengo la jeta seria: Javier Ramos Rodríguez es un hombre muy malencarado.
Como ves, hay un grupo de compañeros cerca de la reja, estamos a punto de despedir a uno o dos que obtuvieron su libertad. La noticia se daba de improviso, muchas veces ni siquiera con un día de anticipación: pasaban los custodios con una lista y nos decían “fulano, fulano y zutano, ¡vámonos!”. Y si te decían “¡vámonos!” pues no te esperabas a que te lo repitieran, agarrabas tus tiliches y punto.
Acompañábamos a los compañeros hasta la reja de la crujía, no podíamos salir más. Cada vez que salía uno, la despedida era muy emotiva: abrazabas a los más allegados, palmoteabas hasta con los que no tenías relación.
Nos reuníamos en torno a ellos y hacíamos todos la “V” de la victoria con las manos y cantábamos las porras del Politécnico y la Universidad, hasta el último salía con su porra un chaparrito que estudiaba en la Normal de maestros.
Eran despedidas muy efusivas, con mucha alegría, pero después venía la depresión, el mentado carcelazo: subirse a la celda, encerrarse y quedarse dormido o llorando. No sé a quiénes despedimos en esa ocasión de la foto que te muestro, pero ellos salieron y el resto nos quedamos.
Entre nosotros hablábamos de que un día íbamos a salir.
-Es cuestión de días, nos decíamos.
-¿De Díaz Ordaz?, nos contestábamos.
Estábamos muy contentos por los que salían pero tristes por nosotros que nos quedábamos. Nos podía durar el carcelazo un día, dos o tres... entraba uno en las noches de vampiro, otros cazaban ratas o hacían maldades; mucha gente no salía de su celda ni se bañaba, se la pasaba todo el día durmiendo y sólo de noche se levantaba. Era un momento depresivo tremendo.
Lo más difícil de estar en la cárcel no es tanto ser joven, tener 18 años y no saber cuándo vas a salir. Son las provocaciones, como cuando nos quisieron romper la huelga de hambre. En ese momento y otros estuvimos en riesgo de perder la vida porque los policías nos disparaban para quitarnos de en medio y que pudiera entrar la horda de delincuentes a agredirnos. No teníamos asegurada nuestra integridad física. Cuando me avisaron que iba a salir, no me lo creía. Tan no me lo creía que no preparé nada, así que ese día, cuando el custodio revisó su lista y dijo mi nombre, subí a mi celda, la 44 de la crujía “C”, guardé mis libros y mi ropa. Me fui corriendo.
Cuando salí, la sensación fue padrísima: los colores los veía más intensos y todo me pareció más bonito. Lo primero que hice fue llegar a mi casa a darme un baño y besar a mi madre y a mi abuela. Me puse un pantalón de mezclilla y salí a caminar, a disfrutar Paseo de la Reforma.
Una vez nada más he regresado a Lecumberri. Me costó mucho trabajo hacerlo: cuando lograba pasar un pie más allá del portón, me regresaba. Después de un rato, se me acercó una señorita que trabajaba ahí.
-Ya no hay problema, me dijo.
-¿Qué tal que me vuelven a cerrar la puerta?, contesté.
Cuando llego a pasar por ahí, desde tres o cuatro cuadras antes, comienzo a sentir escalofríos. Tiene una arquitectura muy bonita Lecumberri, pero es un lugar muy feo. Hubo mucho sufrimiento ahí.