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México es mi ciudad

Relatado por: Jorge Ortiz Abblitt

LLa Ciudad de México es mi ciudad. La Roma, la Condesa, la Del Valle, la Narvarte, mis colonias, en cuanto puedo llamar mío a lo que me da memoria. He recorrido incontables ocasiones sus calles. Vi comercios cambiar de nombre y de giro, gente que iba y venía apresurada a las oficinas o salía de sus casas y edificios rumbo a sus trabajos. Mi abuela nos llevaba, a mi hermana y a mí, al Parque México y al Parque España a chapotear en los charcos o a montar los caballos flacos que amablemente nos prestaba la policía, después de alguna propina que mi abuela les daba.

Tengo memorias de barquitos de plástico deslizándose por los riachuelos de las fuentes de piedra volcánica y cemento; de mi madre molesta porque no encontraba un lugar en la Roma dónde estacionar su auto, un Renault modernamente horrible que la llevaba a su trabajo en un hospital del ISSSTE.

Tengo memoria de la dueña de un local de maquinitas, quien también vendía cueritos con salsa, sal y limón; de dos o tres rateros que a punta de navaja me despojaron de dos o tres walkman; y tengo memoria de una abarrotería cuyo dueño vendía tortas.

Mi abuela abría su monedero, me daba un billete de miles de pesos y me mandaba a comprar una para ella y otra para mí. Le gustaban esas tortas porque el dependiente las sazonaba con un chorrito de aceite de oliva sobre el marmoleado queso de puerco. El 19 de septiembre de 1985 yo tenía seis años; mi hermana había nacido apenas en febrero.

Acabábamos de desayunar y mi madre se preparaba para la larga rutina cotidiana: dejarme en la escuela, en la calle de Mérida, llevar consigo a mi hermana al trabajo, regresar a comer sopa de poro y papa y luego milanesas planas en el departamento de mi abuela, supervisar que yo hiciera la tarea mientras ella veía los noticiarios de Imevisión o Televisa. Eran alrededor de las 7:20 de la mañana cuando sentimos el sismo. Luego, la memoria se me astilla en vestigios, y la memoria ya no es nostalgia, sino algunos jirones de imágenes difusas.

Recuerdo a mi madre de pie, sosteniéndose con una mano del marco de la puerta de la cocina. Mi hermana acunada en su otra mano, llorando de hambre, impasible ante la furia del suelo. Mi abuela tendida en el piso. Una vecina, frente a nosotros, rezando el Padre Nuestro.

Sus piernas abiertas y un poco dobladas para mantener el equilibrio. Había subido al departamento a pedirle una receta a mi abuela.

Yo aferrado a la cintura de mi madre.

La cacofonía del concreto golpeando el concreto, la cristalería como campanas de viento, muros de argamasa y de hormigón como timbales aporreados por una gigante mano implacable. El terror de mi madre se multiplicá en mí. Mi madre, que lo era todo, respuesta, ternura y entereza, se había convertido ahora en liviandad, una pila de carne pálida a punto de derrumbarse. Minutos más tarde salimos a la calle.

Una polvareda, río de partículas revuelas, avanzaba desde Hospital General por la calle de Tehuantepec. Postes de luz tumbados; sus cables, serpientes negras sobre el negro pavimento.

Aquí y allá los gritos y sirenas, gente gris andando sin rumbo a un paso lento y otro acelerado, nombres lanzados al vacío, gemidos amortiguados por el encogimiento de los cuartos. Eso es lo que recuerdo. Después, llenó mi historia con las anécdotas de mi madre. Me contó que varios amigos suyos murieron en el Hospital General.

Allá donde antes se tenía como prioridad el mantenimiento de la vida, ahora apestaba a piel muerta. Me contó que, como médico, intentó ayudar lo más posible, hasta la fatiga. Pero era tanta la destrucción que me sentía diminuta. Y es que todo había disminuido: el tiempo, las viviendas, el trabajo, la vida, el futuro. Sin embargo, también creció la verdad de que uno mismo es el otro. Un enjambre de ciudadanos cargó escombros, preparó comida, se alzó sobre el colapso con uñas y manos para desenterrar hermanos.

Ante la destrucción, México impuso su mejor rostro. Mi madre también me contó que, durante las semanas posteriores al sismo de 1985, no toleró dejarnos en el departamento de mi abuela. Así que nos llevaba a su trabajo. Nos dejaba dentro del auto, a mi hermana y a mí, cuidados por mi abuela. Sólo el tiempo difumina las emociones, pero nunca las olvida.

Algunos años después, mi madre se fue de la Ciudad de México. Hace poco me confesó que no había superado el terremoto. No se puede pactar con él, sólo intentar no pensar en él. * Yo decidí permanecer en mi ciudad.

Vivo en el mismo departamento donde pasé el sismo de 1985, en la colonia Roma, con Penélope, mi mujer.

Aunque he intentado convencerme de que superé aquella fecha, jueves 19 de septiembre, la verdad es que cuando mi edificio se cimbra por el paso de camiones pesados, volteo de inmediato a ver las lámparas que cuelgan.

Si se mueven poco, entonces es el camión que pasa. Pero si comienzan a balancearse, mi corazón da un vuelco y lo único que pienso es en salir, a como dé lugar, a la calle, que está peor de amontonada de peligros que cualquier departamento o casa de la zona, pero que por lo menos proyecta la ilusión de que uno estará a salvo. -¿Cómo podría caerse el cielo inmenso, bloqueado por cables, postes, luminarias y edificios, sobre uno? El balanceo de las lámparas. Ese era mi método. Hasta que el gobierno instaló las alarmas sísmicas. Por supuesto, son un mejor método, pues suelen avisar segundos antes de que la onda expansiva del terremoto llegue a la ciudad.

A veces no suenan, y otras veces suenan demasiado tarde, como todo lo que echa a andar nuestro gobierno. He pensado que sería mejor que aquellas alarmas tocaran alguna pieza musical, o una canción popular. Su sonido es un ulular nasal que precede la tragedia. Si los caballeros del Apocalipsis se anuncian con trompetas, estoy seguro de que así suenan.

Uno no sabe cómo vendrá el temblor, qué destrucción causará, qué edificios resistirán y qué otros se harán polvo ante la indiferente naturaleza, si uno tendrá casa a dónde regresar o tomará como casa la intemperie. Cuando suenan las alarmas sísmicas, uno no sabe cómo vendrá el terremoto; su fiero zamarreo o suave agitación; de qué choque, desgaje o deslizamiento de placa de tal o cuál zona geográfica procederá. Lo único que se sabe es que ya viene. * En la Ciudad de México la incertidumbre es el huésped permanente de toda edificación.

Estamos, de cierta forma, acostumbrados a ese huésped, pero no es, de ninguna manera, familiar. Sabemos que, como la muerte, está ahí, en algún rincón, ocultándose en las paredes, reposando en las varillas y columnas, mirando desde alguna grieta. Es otra muerte, pero aun más temible, pues no es segura, sino improbable, pero posible. Y es esta misma posibilidad la que llena un espacio irreductible en la imaginación de cualquier persona que haya sobrevivido a un sismo. En el departamento somos cuatro: Penélope, Pichi, Alubia (dos perras que nos han hecho compañía por años.) y yo. Por más que intenté, también por años, que los animales no durmieran en la cama donde Penélope y yo dormimos, fue imposible. Las dos perras ganaron, y se acomodan al final de la cama para calentarnos los pies. Cerca de la media noche del jueves 7 de septiembre, las alarmas sísmicas sonaron. Penélope dormía con Pichi y Alubia.

Yo estaba trabajando en mi estudio. Contra el silencio de las calles, las alarmas expandieron su advertencia. Me levanté rápidamente, fui a nuestro cuarto y llamé con fuerza a la puerta mientras decía, va a temblar.

Despierta.

Penélope no es una persona con inclinaciones dramáticas. Responde con calma ante el miedo, se muestra impávida frente a las historias de terror. Esa noche del 7 de septiembre, amodorrada y casi por inercia, me ayudó a bajar a las perras, ponerles sus correas, salir del edificio y colocarnos en medio de la calle. Las alarmas continuaban sonando cuando el movimiento comenzó. El asfalto se mecía tranquilamente de un lado a otro.

Vecinos y transeúntes mirábamos los edificios con resignada curiosidad. Entonces se fue la luz. Están bajo los cables de luz, ¡Quítense de ahí! Les gritamos a nuestros vecinos. No nos escucharon o no quisieron escucharnos. Quién sabe. Aquí todavía creemos en los milagros. En la cruda oscuridad de la noche, el movimiento se intensificó. Ahora se oía los edificios crujir, las ollas y sartenes caer en las cocinas. Las cortinas de hierro de los comercios vibraban.

Allá, en el cielo, resplandores silenciosos reflejados en las panzas de las nubes gruesas. Azules y verdes eléctricos; rosas y violetas instantáneos. Un arcoíris geofísico. Luminiscencias boreales cerca del Trópico de Cáncer. Fue la primera vez que vi a Penélope aturdida por el miedo, el mismo que yo sentía. Un horror que rozaba lo sublime ante la contemplación de la intransigente naturaleza. Cuando el sismo se detuvo, tardamos aún varios minutos en decidirnos a entrar al edificio. Por fin, regresamos al departamento. Un helicóptero sobrevoló la zona. Su zumbido se alejó poco a poco. Nos dormimos más por cansancio que por voluntad. La electricidad regresó con la luz del día. *

Simulacro.

A partir del terremoto de 19 de septiembre de 1985, que se imprimió tan profundo en la memoria del mexicano que comparte, junto a las fechas patrias y celebraciones navideñas, un nicho cuasi nacional conmemorativo, vimos el nacimiento de la sociedad civil simulada. Escojo la última palabra no para denostar la solidaridad, sino para evidenciar algo que por trauma casi fue, pero que terminó por no ser. Acaso podríamos llamarla sociedad participativa o solidaria o movimiento del pueblo solidario, pero no sociedad civil.

La ciudadanía consiguió grandes cambios, inclinó estructuras políticas, cambió un poco el paisaje, como lo hizo el terremoto. Pero así como el terremoto de 1985 terminó por convertirse en una memoria conmemorativa, difuminada por el tiempo y las construcciones sobre los escombros, la idea de la sociedad civil se volvió una conmemoración de la mortalidad y de la solidaridad en masa, no de algo completamente nuevo que se levantara tras el desastre. Cada 19 de septiembre, en la Ciudad de México, simulamos el terremoto de 1985. Lo conmemoramos por la mañana con un izamiento de bandera a media asta.

Luego, a las once de la mañana, las alarmas sísmicas suenan para que la gente salga en fila india, ¿A dónde? A las áreas de seguridad marcadas en verde y amarillo como Punto de encuentro, fuera de los edificios gubernamentales, y de algunos centros financieros, escolares y habitacionales. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos salimos simplemente a las desgastadas calles, llenas de baches y cables, entre automóviles estacionados sobre las aceras o en las esquinas.

No hay más punto de encuentro que el rincón donde rige el sentido que más común le sea a cada quien. Así, simulamos el terremoto simulando que sabemos cómo eludir el otro que, seguro, ya vendrá. Tal vez el próximo año; quizá en cien. Las alarmas sísmicas volvieron a gañir a las 13:14. * El epicentro fue en Axochiapan, un pequeño pueblo morelense a 120 kilómetros de la Ciudad de México. Su laguna, constelada de nenúfares, debió erizarse. De pronto, la tierra y los cerros fueron atávicamente elásticos. Casas de adobe y de cemento se agrietaron; las iglesias se quebraron como jarros apedreados. Las ondas expansivas del terremoto reverberaron primero en los territorios de Morelos y Puebla.

Tardaron segundos en impactar la Ciudad de México. Penélope y yo trabajamos en el mismo departamento donde vivimos. Cada quien tiene su estudio. Ella fue la primera en levantarse para decirme que estaba temblando. Volteé a ver las lámparas que cuelgan del techo, se mecían delicadamente. Pero no hubo tiempo, apenas me incorporé, nuestro edificio ya se movía con ira.

Abrimos la puerta que da a las escaleras y comenzamos el descenso hacia la planta baja, seguidos de los perros. Bajamos como pudimos, rebotando contra las paredes azules. Penélope se quedó pasmada un segundo, pensó que las escaleras se caerían. Era como intentar caminar sobre un columpio, me dijo luego. Por fin, alcanzamos la planta baja. Intenté abrir una de las dos puertas de salida. No pude. Quizá por frustración, pateé el vidrio de la primera puerta. Se rompió, pero era obvio que no podríamos salir por ahí.

El edificio crujía sobre nosotros, ventanas estallaban al reventarse contra la banqueta, la vecina del primer piso llamaba a gritos, aún dentro de su departamento, a su perro. Penélope, yo y nuestras perras nos guarecimos en la cochera, un cubo vacío entre los dos bloques del edificio. Nuestra única protección era la lámina de fibra de vidrio que separa los autos de la intemperie. En ella resonaban astillas de cristales, y su esqueleto de metal trepidaba. Yo me senté contra uno de los coches.

Con una mano abracé a Pichi, la border collie; con la otra, rodeé una pierna de Penélope. Sus músculos tensos. Penélope me abrazó y sostuvo con fuerza a Alubia, la perra mestiza. Algo se resquebrajó a corta distancia. Retumbó cansado y se desplomó, produjo un estremecimiento pesado al encontrarse con la tierra. Cruzando Viaducto, a un par de cuadras, un edificio se había venido abajo.

El terremoto duró poco, pero fue muy intenso. La vecina del primer piso había llegado a la cochera con su perro entre los brazos. Juntos, salimos a la calle. Una nube de polvo se hinchaba en Viaducto. Hacia Insurgentes escuchamos una explosión. En dirección a Baja California, a una cuadra, un edificio había perdido la fachada; el de enfrente mostraba las entrañas. En la calle, las personas caminaban confundidas, miraban hacia los edificios como quien mira al familiar que le ha hecho daño. No había electricidad, y los celulares no tenían señal. El olor a gas nos rodeó. Un helicóptero negro del ejército cruzó lentamente el cielo. Tuvimos noticias sólo hasta que un conductor prendió la radio y abrió las puertas de su camioneta para que quien quisiera se acercara a escuchar. Decenas de edificios se habían derrumbado. En la Roma, en la Hipódromo-Condesa, en la del Valle, y más allá en Tlalpan y en el Centro. Una escuela con niños dentro, una fábrica textil con trabajadoras a las que no les permitieron salir.

En una ciudad habituada a los sismos, edificios nuevos y viejos cayeron. En una ciudad construida sobre un lago viejo y seco, donde tiembla con frecuencia, donde existen instituciones gubernamentales de protección civil, derechos laborales y supervisión ingenieril, habían muerto niños y adultos donde nunca debieron encontrarse con la muerte. Algunos minutos después del terremoto, subí al departamento por agua y documentos.

Fui a la azotea para revisar las tuberías y el tanque de gas. Desde ahí eché una mirada alrededor.

Nubes de polvo gris, hilachos de humo negro. Escuché las sirenas atravesar las avenidas, vi gente en grupos compactos. Helicópteros de noticias. Hileras de voluntarios marchando.

Penélope recorrió las calles para enviar recuentos de daños. Compró medicamentos, comida y artículos para llevarlos a un centro de acopio. Yo fui al edificio de Viaducto a levantar escombros. Llevé conmigo un bote, una barrena y un mazo. Allí, alguien me dio un cubre bocas.

Desorganizados, pero fervientes, cientos de voluntarios, algunos policías y funcionarios, trabajábamos. Desde arriba aventaban los cascotes; abajo los recogíamos para pasarlos en fila hacia un botadero improvisado. De pronto alguien levantaba un puño para que todos guardáramos silencio.

Bajo la pesada luz de Sol, esperábamos escuchar un gemido o un sutil golpeteo aprisionado entre el concreto y los fierros.

Casi al caer la noche llegó el ejército.

En el edificio de Viaducto y Torreón rescataron a cinco personas con vida. En los diarios escribieron acerca de una joven estudiante de la Universidad Autónoma Metropolitana, quien murió en ese lugar. Alejandra, se llamaba. Alguien encontró su tarjeta de ahorros y se gastó, en los días siguientes, su dinero en tiendas de ropa y de artículos electrónicos. La noche de ese martes 19 de septiembre un grupo de jóvenes brigadistas me pidió que fuera calle por calle a pedir herramientas a los vecinos.

En la oscuridad, anduve como pregonero por las calles de la Roma Sur solicitando picos, palas, serruchos, botes, agua. De alguna que otra ventana, iluminada por velas, partía una voz de mujer, otra de hombre, que me pedía que esperara para recibir algunas herramientas o para que les indicara a quiénes llevarles comida caliente y agua. Unos albañiles salieron de una construcción para que les dijera a dónde ir a ayudar. Con cascos anaranjados y playeras rotas, y con palas y picos sobre los hombros, se alejaron por la calle. Los restos del edificio de Viaducto y Torreón fueron acordonados por el ejército. Frente a las cintas amarillas de plástico, camiones verdes y hombres vestidos con trajes de camuflaje.

Cargaban, con las dos manos, subfusiles, y nos ordenaban que avanzáramos hacia la colonia del Valle. Decenas de civiles habían improvisado carpas donde resguardaban botellas de agua, herramientas, medicamentos, sándwiches, ollas con comida. Varias ferreterías pequeñas abrieron sus puertas y donaron todo su inventario. Una larga fila de boy scouts, armados de linternas y palas, se abría paso hacia la avenida Amores, con rumbo a Morena, bajo la lluvia ligera.

Algo cantaban, pero no logré distinguir las palabras. Sólo su murmullo acompasado. Regresé extenuado a casa. Penélope encontró un perro perdido, lo había regresado a su dueña.

Como aquella noche del 7 de septiembre, nos dormimos más por cansancio que por voluntad. Fue hasta el miércoles que nos enteramos de la extensión del desastre. El estado de Morelos estaba derruido: Jojutla, Tetecala, Acatlán, Yecapixtla, Cuernavaca.

En Puebla, Atlixco, Atzala, la ciudad de Puebla.

El centro del país era una zona de emergencia. El conteo de muertos y damnificados comenzó. Desde varios países arribó personal de rescate y ayuda en especie. Convertimos a los rescatistas y a sus perros en símbolos. En la Ciudad de México, decenas de edificios se convirtieron en piedra y polvo. Muchos otros se desgarraron, volviéndose inhabitables. Poco antes del sismo, en un edificio de la avenida Álvaro Obregón, declarado como oficinas generales en las actas, un grupo de más de cuarenta personas estaba reunido en un despacho en el cuarto piso. En quince segundos quedaron sepultadas.

Murieron. De ese mismo edificio, los rescatistas conocidos por el subterráneo apodo de los topos, rescataron a Lucía y a Isaac, compañeros de trabajo que quedaron atrapados juntos. Un fotógrafo tomó una imagen de ella mientras era izada por un estrecho pozo de cristales y raíces de metal. Mirando hacia arriba, sonreía.

Los días siguientes, Penélope y yo salimos a caminar por la Roma, la del Valle, la Condesa. Aquí y allá, las lustrosas cintas rojas y amarillas, que rodeaban los edificios rotos, reflejaban el sol. En Manzanillo y Baja California un condominio se había partido e inclinado.

El toldo sobre su entrada como papel ajado. Un edificio rojo de diez pisos, a veinte metros de mi departamento, fue evacuado. Durante la tarde, los vecinos regresaron a sacar lo que cada quien pudiera.

Entraban de uno en uno mientras los demás contemplaban su edificio descascarado. Salían con una o dos maletas. Eso era todo. Vi un video del momento exacto cuando se colapsó un edificio en Amsterdam y Laredo. Un tipo sostenía su celular mientras grababa el edificio al hundirse, como inmenso barco, hacia delante. Luego, nada. El polvo pardo. Una semana después, mi hermana y yo contemplamos los restos de aquel edificio. Sólo quedaba la planta baja, con las puertas blancas de la cochera intactas. Algunas varillas retorcidas sobresalían como ramas marchitas. A un costado, aún abierto, un local abandonado.

Una florería. Las flores, cabizbajas, pudriéndose. Y otras flores blancas, colocadas cuidadosamente en el camellón de Amsterdam, en coronas rodeadas de veladoras, como recuerdo.

Los días en la Roma fueron un domingo perpetuo, silencioso y vacío. Atrás, las mañanas de tráfico ajetreado, los ropavejeros y sus bocinas, los comercios ambulantes de electrónicos, frutas y garnachas. Cerrados, los puestos blancos de birria, tacos y jugos. A veces, el silencio era roto por los ciclistas que llevaban víveres y suministros de un lado al otro de las colonias, o por los miles de voluntarios, jóvenes en su mayoría, enfundados en chalecos anaranjados y rojos, que respondían al llamado de auxilio donde se les necesitara. Iban apiñados en cajas de pick ups, marchaban en brigadas de largas filas, cantaban el Cielito Lindo con sus mazos entre los cansados brazos.

Frente a nuestro departamento montaron un fugaz centro de acopio y organización. Un joven de unos veinte años daba indicaciones para que unos armaran paquetes de sándwiches y bebidas en bolsas individuales; otros subían garrafones de agua en camionetas; otros más se ponían de acuerdo con decenas de motociclistas para entregar éstas o aquellas cosas. Súbitamente desaparecieron, como hormigas, para reagruparse en otro lado. Antes de partir, el joven pegó en un muro una cartulina roja con un anuncio garabateado. Se leía: Albergue gratuito Obrero Mundial, y un número. Nunca me sentí más feliz de pertenecer a México, y a mi ciudad. Aunque todos aportamos algo, lo que fuera, nunca nada se sintió suficiente. No quiero decir que la solidaridad fuera escasa, al contrario, sino que la pena era inabarcable. Es inabarcable.

Se habría vuelto intolerable si no hubiéramos experimentado la compasión comunal que nos unió tras el espanto compartido. Sólo los ciudadanos son capaces de gobernar sobre las tragedias, y sólo en tiempos de tragedia es cuando la fraternal ciudadanía se desvela y las mezquindades se exhiben por su naturaleza. Una querida amiga levantó un sitio web para refutar rumores y transmitir noticias. Un amigo estuvo, con sus hijos, organizando durante días trabajos de acopio. Otro distribuyó, desde Yucatán, mensajes de ayuda por redes sociales. Uno más fue a levantar escombros y, acompañado de su pareja, llenó tráileres con víveres.

Mi cuñada partió a Morelos para apoyar en las labores de rescate. Un primo tocó a mi puerta para regalarme una linterna, luego comimos juntos sardinas en lata. Mi mejor amigo vino, justo después del terremoto, a darnos un abrazo. Un amigo católico, muy práctico en su humanidad, preguntó ante mi tristeza: Sí te afectó mucho el temblor, ¿no? Claro, le respondí, ¿a ti no? Relájate, me dijo.

Yo no me preocupo si no puedo hacer nada. Además, mi profesión es inútil para estas situaciones.

¿Qué hiciste estos días?, pregunté. Trabajé, dijo, no hay que detener la economía. * Los terremotos no sólo son un movimiento de tierra, un choque o desgajamiento de las placas que nos separan del infierno que es el interior de nuestro planeta.

El movimiento de un sismo reverbera en lo inmaterial, en el comportamiento, en la psicología, en la conciencia, aunque algunos permanezcan inmóviles en su irresponsabilidad o apoltronados en su cínica indiferencia.

Los terremotos también remueven las ideas. Después de que el polvo se asienta, de que vivos y muertos son liberados, de que la supervivencia visceral se adormece, los sistemas políticos tiemblan para derrumbarse o reacomodarse.

Porque las preguntas, ahora evidenciadas por sus escombros, quedan descubiertas, preguntas que deben ser respondidas para levantar nuevas estructuras o reforzar las que de verdad funcionan.

El terremoto del 19 de septiembre de 1985 evidenció la corrupción y quebró la dictadura de un partido político, que sufrió el México posrevolucionario por más de setenta años. Cayeron muros que ocultaban el interior de los edificios. Esta apertura involuntaria de los edificios y su vida íntima nos permitió echar un vistazo a horrores como las torturas ejercidas por la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal, las condiciones de trabajo de cientos de costureras ilegales que murieron aplastadas en las maquiladoras, junto a sus máquinas de coser.

La fábrica de Chimalpopoca, en la colonia Obrera, donde murieron decenas de costureras ilegales, es un eco inaceptable del estruendo ocurrido hace 32 años.

Hoy, después de la macabra ironía del 19 de septiembre de 2017, no sólo se evidencia la corrupción en la que continuamos sumergidos, también comprendimos mejor que aquel gobierno inepto, obtuso y falaz, sólo se fragmentó en una diversidad de partidos e instituciones inoperantes. Se pulverizó en una burocracia ineficaz, egocéntrica e insostenible. 1985 fue el año cuando se declaró el nacimiento de la sociedad civil, de un cambio sobre nuestra forma de actuar como ciudadanos responsables de los gobiernos que emanarían de la voluntad de la propia sociedad.

El generoso acto de la solidaridad, de la hermandad, del reconocimiento del nosotros como una comunidad que desea el bienestar de todos, no debía extinguirse ni oficializarse sólo como una conmemoración del poder mortífero de la tierra, sino como una conmemoración del cambio positivo del civismo. Así como ahora convertimos a los rescatistas y sus perros, a los voluntarios, a los jóvenes, en símbolos de unidad, los partidos y las instituciones son, hoy más que nunca, símbolos de la división entre nuestro país y la política. No podemos esperar otro desastre natural para volver a abrir los ojos. La realidad es que aún no existe la sociedad civil. Pero hoy tenemos una nueva oportunidad de establecerla desde nuestra vida en común, desde nuestra comunidad. Ayer, rumbo a una cita de trabajo, platicaba con un amigo acerca de nuestra experiencia en el terremoto.

Platicamos de los diez mil edificios dañados, de los mil que posiblemente tendrán que ser demolidos, de los miles de damnificados que perdieron sus hogares. Platicamos sobre Frida Sofía, la niña ficticia que estaba atrapada entre los escombros del Colegio Rébsamen, y que aprovechó Televisa para hacerse de rating; y sobre Frida, la perra golden retriever de la Marina que fue convertida en el símbolo de la ayuda desinteresada. Platicamos de cómo era difícil dormir por las noches, pues la alarma sísmica podía sonar en cualquier momento. Conversamos de esa incómoda sensación de angustia y tristeza que sólo el tiempo y la misma conversación pueden amortiguar. ¿Qué habría pasado si el terremoto del 19 de septiembre de 2017 hubiera sido de mayor magnitud, con la misma intensidad? Nos preguntamos cómo era posible que no existiera, después de 1985, una situación mucho más razonable de protección civil.

Qué iba a pasar con los edificios dañados, que hoy sólo están protegidos por frágiles listones de plástico. Por qué no existían zonas designadas, cuadra por cuadra, para protegernos. Por qué se permitían edificaciones que quiebran las leyes de construcción. Por qué se continúa permitiendo a los automovilistas estacionarse sobre las aceras o en las esquinas. Qué pasa con la telaraña de cables extendida sobre cualquier calle de la ciudad.

Por qué no existe un plan de preparación de rescate y primeros auxilios como parte de la matrícula educativa.

Por qué la policía, los bomberos o los de protección civil no tenían ni siquiera altavoces.

El Estado tuvo que pedir herramientas, luces, motosierras, etcétera, que fueron proporcionadas por la población, las empresas o la generosidad de los extranjeros. Por qué el gobierno.

Como respuesta, el tumultuoso silencio de los burócratas. Mi amigo me contó que escuchó en la radio a una escritora decir que muchas palabras cambiaron de significado tras el terremoto.

Su semántica se había removido, como se removió la tierra. La escritora enunció: septiembre, ciudad, ciudadano, comunidad, voluntario, brigadista, perro, solidaridad, acopio, albañil, extranjero, héroe, bondad, unión, compasión, militar, ayuda, cinismo, insensibilidad, Estado, gobierno, político.

A mi amigo, estas palabras le provocaron llorar su duelo. Y, de cierta manera, a comenzar su proceso de curación. Estuve leyendo noticias, viendo videos del sismo, intentando distraerme o trabajar para retomar el ritmo de la vida. Fue hasta que releí el poema de José Emilio Pacheco, Las ruinas de México, tan válido hoy como en 1985, que comencé a sentirme mejor. Supongo que, como mi amigo, y a pesar de que he escuchado y leído que poco a poco todo tenderá a normalizarse (lo que sea que normalizarse quiera decir), que pudo haber sido peor, que sólo fueron trescientos y tantos muertos, reconocerme en las palabras de otra persona me hizo entender que ese otro no es más que uno mismo. Como dice Pacheco, al final de su poema: Pero nadie se traga estas cuentas alegres Nadie cree en el olvido Estaremos de luto para siempre Y los muertos no morirán mientras tengamos vida.