En una zona entre la vida y la muerte están 45 mil mexicanos y colombianos. Ellos desaparecieron tres veces: primero se los llevaron de sus casas; luego los quemaron o los enterraron en fosas clandestinas. Hoy, la conciencia de muchos habitantes los desplaza de la memoria. En muchos casos tuvieron una muerte violenta. Las autoridades investigan a medias. A ellos les arrebataron la vida y a sus familiares, la posibilidad del rito de la despedida.
Son los protagonistas de las desapariciones en México y Colombia. Son los 43 estudiantes de Ayotzinapa a los que se los tragó la tierra con ayuda de políticos, la policía y criminales; también son los jóvenes descuartizados en las casas de pique en Buenaventura, cuyos pedazos fueros esparcidos en los esteros, cambiando el azul del mar del puerto por aguas sanguinolentas.
¿Son Colombia y México una gran fosa común? La pregunta es rechazada por los Gobiernos y es aceptada con dolor por los ciudadanos cuando en cada marcha allá o acá, gritan: “¡Justicia… Justicia… Justicia!”, para reclamar por los que se quedaron en una dimensión desconocida.
Entre 1938 y 2014 han desaparecido en Colombia 72 mil 809 personas, de las cuales 20 mil 720 son presuntamente forzadas. Estas últimas han desaparecido en un lapso de 62 años. En México, solo en la última década han desaparecido 25 mil 648 personas.
Todos juntos, mexicanos y colombianos desaparecidos (46,368), ocuparían la mitad de las butacas del Estadio Azteca, el campo de fútbol más grande localizado en la Ciudad de México. La cifra también es equiparable al número de víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet, en Chile, que superó las 40 mil personas. La antropóloga forense colombiana, Helka Quevedo Hidalgo, no ahorra palabras para afirmar lo que su experiencia le dicta: “Estamos en una fosa llamada Colombia”.
El experto mexicano Juan Carlos Gutiérrez, coordinador de I(DH)EAS, Litigio Estratégico en Derechos Humanos, precisa que “en el 99 % de los casos de desaparición en México, está comprobado que no hay búsqueda. No hay protocolos de búsqueda”.
En Colombia comenzaron a buscarlos con más ahínco a partir de la Ley de Justicia y Paz, desde el año 2005. En México el tema es un caos, pero la verdad supera a los funcionarios destinados a ello. Las cifras y las realidades son duras.
De todo ese coctel violento que supera a la justicia de ambos países, quedan marcas que al remover la tierra abren heridas. En los cerros de Iguala, los familiares de los desaparecidos decidieron buscar a los suyos bajo su cuenta y riesgo, porque el Estado no actúa. En Colombia, los organismos de justicia hacen lo que pueden a través de diversos organismos, pero se dan en las narices cuando el cementerio es el mar de Buenaventura.
Las víctimas sufren ante el silencio. Traspasan las fronteras de sus territorios para buscar ayuda en otros países. Viajan a contarle al mundo la atrocidad de la desaparición forzada, y los de afuera se horrorizan. Sus vecinos comienzan a normalizarse. Ellos no se rinden.
Las unidades de datos de EL TIEMPO, de Colombia, y EL UNIVERSAL, de México, fuimos a esos territorios donde las víctimas cuentan el horror, las autoridades callan y los expertos explican por qué la desaparición es un duelo eterno.