A ambas les asesinaron sus hijos de forma atroz. No han podido recuperar los cuerpos. Pese a eso, resisten y no guardan silencio. Cada una, a su modo, lucha por rehacer su camino.
En estos escenarios de barbarie, las víctimas son atadas de pies y manos a una tabla que hace las veces de camilla donde se practican las torturas, utilizando machetes, cuchillos o hachas para desmembrar los cuerpos y depositarlos por partes en bolsas plásticas, con el objeto de arrojarlos después al mar, a los esteros (manglares) o a los cementerios clandestinos.Informe del Centro de Memoria Histórica
Hay dos clases de tortura en las casas de pique: Una, la que sufre la víctima directamente; y otra, psicológica, sufrida por quienes viven cerca de donde se está cometiendo el atroz crimen y deben escuchar los gritos y las súplicas de quien está siendo asesinado, pero debe guardar silencio por temor a ser el siguiente en la lista. Dos mujeres, Edilma y Liliana, vivieron de cerca ese horror.
Nació cerca del mar, pero es enemiga del mar
Pareciera como si el dolor la hubiera blindado. No llora, no se lamenta. No habla para que la compadezcan, sino para que sepan que ya no tiene miedo. Para Edilma Castro los días de silencioso temor se acabaron y empezaron los de resistencia.
Ya han pasado siete años desde que esta mujer soportó, por segunda vez, la barbarie de las casas de pique y de la desaparición de sus seres queridos. Primero fue su hijastra, Olga, en 1994. Luego, su nieto Alex Mauricio, en 2008.
No ha podido recuperar el cadáver de ninguno. Son dos duelos aplazados y desesperantes. Para matizarlos optó por ayudar a otras familias que vivieron situaciones similares, para así, juntas, recuperar el recuerdo de sus muertos. Y lo hace a través de la Capilla de la Memoria, un salón ubicado en la parroquia del barrio Lleras ─uno de los más peligrosos de la ciudad─ en el que hay pendones con las fotos de cientos de víctimas de una guerra sin rostros ni cuerpos. Allí, como si de un camposanto se tratara, rezan, ponen flores y les cantan a sus muertos ausentes. Esa una forma de resistir, de luchar contra el silencio y el terror.
Y entre esas fotos están Olga y Alex. El joven, el 8 de agosto de 2008, recibió una llamada que lo hizo salir de su casa. “No me demoro”, fueron las últimas palabras que le escucharon. No lo volvieron a ver. “Gente que lo conocía pasó por la casa de la novia y le dijeron que lo mataron, lo picaron y lo echaron en dos bolsas negras”. Según pudo averiguar Edilma, su destino final fue el mar. Un manglar que, dada la cantidad de muertos, muchos conocen como “La isla de los famosos”. “Por eso le tengo miedo al mar, porque es un cementerio. Yo miro el mar y pienso que mi muchacho está allá y me da miedo. Soy enemiga del mar”.
Edilma, por su cuenta, investigó lo sucedido. Le dieron detalles. Le contaron que escucharon los gritos. Incluso, supo en qué casa fue torturado Alex. “Yo la conocía, a veces llevaba remesas a esa casa. Pero ahora está abandonada y por eso las usan para meter a la gente”. Incluso, supo por un sacerdote amigo que un buzo estuvo en la zona donde supuestamente estaba el cuerpo. “Vio muchas bolsas negras en el fondo. ¿Pero cómo saber cuál era Alex? Allá hay muchos muertos descomponiéndose. Yo por eso pido que manden más gente experta que pueda sacarlos”, enfatiza.
Pero averiguar ‘más de la cuenta’ y poner volantes para pedir ayuda y acudir a las autoridades le valieron quedar en la mira de ‘los chicos malos’, como ella los llama. Eran constantes las intimidaciones, las llamadas insultantes y los seguimientos. Por eso prefirió callar.
“Hacía la Novena por el alma de Alex escondida y hablando bajito para que no supieran. Pero el último día sí la hicimos en la capilla. Rezamos, pero nos asustaba que nos fueran a ver y a matar”. En las zonas de guerra de Buenaventura está prohibido hasta pedir por el alma de los muertos. Mientras tanto, como dice el Centro de Memoria histórica en su informe, los victimarios se pasean por las calles contando su última atrocidad y exhibiendo sus armas. Todos saben quiénes son.
Como si fuera poco, a Edilma la estafaron. En dos llamadas telefónicas le pidieron primero dos millones de pesos y después un millón y medio más para darle el cuerpo de Alex. Consiguió el dinero, lo entregó, pero jamás le devolvieron los restos de “su muchacho”.
Y como, según ella, en la Fiscalía poco han hecho por su caso, libra una lucha solitaria, quizá infructuosa, pero valiente: “Yo creo que nunca voy a recuperar a mi hijo. Tampoco he recibido reparación por parte del Gobierno. Toda mi familia fue desplazada, pero yo me voy a quedar acá haciendo resistencia. No voy a abandonar la casa que construí con tanto esfuerzo. No se las voy a dejar para que maten gente. Por eso me quedo en Buenaventura”.
La herida abierta de Liliana
No levanta la mirada y a duras penas alza la cabeza para hablar. Sus ojos, siempre entrecerrados, ya se acostumbraron a estar llenos de lágrimas. Su rostro, su forma de sentarse, el tono suave de su voz; parece diseñada para evitar ser escuchada por demasiada gente. Es evidente que carga una pena enorme, quizá la mayor de todas: la de una madre a la que le asesinaron un hijo. Fue el 21 de diciembre del año pasado. Jhonatan, de 19 años, apenas con 5° de primaria y comerciante informal, recibió una supuesta oferta para trabajar en construcción. “Dijo que un señor llamado el ‘Cholo’ lo iba a llevar a hacer una plancha. Yo le ayudé a vestirse. Luego se fue y no regresó más”, relata Liliana lentamente. A veces, al hablar, hace pausas de dos o tres segundos. Como si en su mente reviviera cada momento de su relato.
Según cuentan los habitantes de Buenaventura, supuestas ofertas de trabajo suelen ser el anzuelo para que los delincuentes atrapen a sus víctimas. En una ciudad con un índice de 94 % de empleo informal, cualquier trabajo que permita hacer dinero es valioso. “Al otro día, como Jhonatan no llegó, mi esposo se comunicó con el ‘Cholo’, quien le dijo que debíamos vernos en un CAI. Fue allá donde este señor contó que a los muchachos los mataron y los picaron”. Otra vez, Liliana calla y se deja llevar por los recuerdos. Hace tan poco que sucedió todo, que la herida todavía duele y sangra.
“A los muchachos los encontraron el 26 de diciembre. Me llamaron a decirme que habían encontrado un tronco, una mano y un pie en bolsas de basura. El brazo tenía un tatuaje de estrella, como el de mi hijo. También se le veía un tatuaje con la inicial de su nombre: Jhonatan. Me duele como mataron a mi muchacho. Tenía 19 años, no era de problemas, vivía conmigo”, cuenta y saca de su bolso un recorte de un periódico popular. “Se lee en el titular de letras rojas chillonas. Y en medio de la página, la foto del joven.
Por si fuera poco, pese a haber identificado el cuerpo, aún no le ha podido dar sepultura. En Medicina Legal le aseguran que “faltan algunos trámites”. Ni siquiera puede elaborar su duelo en paz. La herida parece imposible de cerrar.
“Tengo 50 años y a mis hijos Mario, César y Amanda. Para ellos lo único que le pido a Dios es que no les pase nada malo. Pido por ellos y las demás personas para que no les pase lo que me pasó a mí con mi muchacho”. Liliana termina su relato. Y antes de irse confiesa que, de ser por ella, hacía mucho se hubiera ido del municipio. “No sé si quiero seguir en Buenaventura. Lo hago porque mi mamá esta acá. Si no lo tuviera, qué más daba irme”.