Es temprano y el padre Ariel Ruíz Galván ya abrió las puertas de la parroquia San Pedro Apóstol, del barrio Lleras, de Buenaventura. Es un hombre blanco, de cabello largo y liso, que más bien tiene pinta de rockero. Con su don de gente a flor de piel saluda a las hermanas de la orden de las Misioneras de la Caridad. Acto seguido, deja que la luz entre al pasillo de la capilla de la memoria e ilumine las paredes llenas de rostros de personas desaparecidas.
Es un espacio blanco y amplio que denota ausencia; que sobrevive por aquello del adagio popular: “Dios es grande”. El padre está convencido de ello y por eso se creó la fundación Fundescoe.
Camina por entre miradas congeladas en el tiempo sin musitar palabra alguna. Cada fotografía va acompañada de una leyenda con los años de nacimiento y de desaparición de la víctima. Se detiene para advertir que ese lugar existe gracias a quienes se sacudieron del miedo y llegaron a armar un altar en donde la memoria resistiera, no muriera.
Florencia Arrechea, líder del barrio Lleras, es una de las creadoras de la Capilla de la Memoria, junto con dos mujeres más, quienes se reunían cada ocho días para orar por los desaparecidos. Ella lo hacía por por su sobrino. El tiempo juntó a tantas, que ya no llevaban solo velas, también fotos.
El padre recuerda que el 17 de julio de 2012 asesinaron a Jair Murillo, un líder de la organización de desplazados, y desde entonces todos adoptaron ese día como el de la Memoria. “No íbamos a dejar que nos arrebataran nuestro derecho a que nos duela lo que pasa y a expresarlo sin temores. Por eso este sitio se ha convertido en el punto de encuentro de todas las organizaciones civiles de Buenaventura que buscan a sus muertos, que fueron desplazadas, que quieren sanar sus heridas, que desean volver a soñar con un territorio libre de violencia”.
Mientras Ariel Ruíz recorre el lugar de tres pisos, el sonido de voces de mujeres y hombres irrumpe en la Capilla de la Memoria. Llegaron las coordinadoras del programa quienes se encargan de acompañar a las mujeres víctimas de violencia; también los chicos que le componen canciones al conflicto de la región. Es 2 de junio de 2015 y todos se están preparando para la marcha del día. Saldrán otra vez a pedir por la vida.
Fundescodes, Rostros y Huellas, Semilleros de teatros, Comité del Agua, Madres por la vida, Entretejiendo Voces, Red de Mariposas de Alas Nuevas, Capilla de la Memoria, Zona Humanitaria y otras más preparan las carteleras, corren por los pasillos, le piden aprobación al padre Ariel y salen a la catedral de Buenaventura a encontrarse con la sociedad civil que no ha normalizado la violencia. “El país no escucha, pero nosotros no estamos callados”, dice el padre Ariel.
Alas nuevas por alas rotas
Un grupo de mujeres a quienes no les cabe más dolor en el cuerpo hicieron una declaración de amor por Buenaventura, repararon sus alas rotas y emprendieron un vuelo alto para hacerles ver a quienes les hicieron daño, que no cayeron, que siguen vivas.
Bibiana Peñaranda, una mulata bonita y tranquila, es la encargada de hablar de la vida que renace de la muerte. Su historia es de un racismo exacerbado que marca cuerpos, pero ella pasó la página, entró a la universidad y decidió enseñarles a las otras que sentir conmiseración por uno mismo es el camino al que las quieren llevar los violentos y el que no se pueden permitir.
Con las amigas tejió alas para quienes las tenían rotas: para una chica de un barrio que ha sido violada en dos oportunidades por los muchachos de las bandas criminales; para la madre que apenas pudo enterrar la mano de su hijo, para las señoras que en las noches empuñan el Rosario y le piden al Santísimo que se lleve lejos los sonidos de la muerte que sale de las casas de pique.
“La violencia de Buenaventura es un forma de vaciar el territorio. Los capitales nacionales e internacionales quieren vaciar este puerto. Y una forma es la ruptura comunitaria que ocurre a partir de las desapariciones de jóvenes y la violencia sexual”asegura Bibiana sin asomo de miedo
En ese ambiente adverso comenzaron a trabajar, a hacer talleres con las mujeres afectadas, y en medio del respeto y de la fe han logrado sacar del silencio y de la soledad a quienes estaban muertas en vida.
“El no ver, el no enterrar, el no llorar a su muerto es una de las violencias más horribles que existen y que marca a una madre cuando su hijo es la víctima. Hay un lazo ahí que no sabe uno si se rompió del todo. Ese duelo es casi imposible de trabajar, pero nosotros queremos devolver la esperanza de que sí es posible”, termina diciendo Bibiana.
¿A dónde se fue la humanidad?
Entre casas palafíticas desvencijadas y puentes a punto de desparramarse se respira una humanidad afligida. Es la Zona Humanitaria, un espacio conquistado a la fuerza por 1.028 negras y negros de la zona rural de Buenaventura, quienes migraron por miedo a las masacres.
“La limpieza étnica y territorial de la que han sido víctimas sistemáticas las comunidades afro del Pacífico colombiano, nos movió a todos a este lugar en el que hemos recibido ayuda y también abandono”, son las palabras de Orlando Castillo Advíncula, el líder de la zona que recibe a los periodistas que se acercan a conocer la dura realidad que allí se vive.
Se llega a la Zona Humanitaria, luego de pedir permiso y entrar por un portón gigante que es permanentemente custodiado por la policía. Allí conviven tantas personas posibles como dolores acumulados. Cada uno tiene una historia terrible de desarraigo y violencia. Y para salir adelante organizan las redes para la pesca, las mujeres preparan sus poncheras con alimentos que salen a vender a la calle y los niños y niñas se acomodan sus uniformes prestados para ir al colegio. Es una pobreza que sobrecoge, “la cual no merecemos, porque también hiede, porque vivir en estas condiciones en donde lo único bueno es nuestra humanidad, no es justo”, reflexiona Orlando.
El hombre negro de talla pequeña y sueños extraviados está sentado en una canoa que es reparada. Desde allí saluda a todos los que pasan y los presenta, relatando en una frase su historia: “Es desplazado”, “le mataron a los papás”, “le desaparecieron un hijo”, “alguien le hizo a esa niña un daño irreparable”. Son penas al viento y él las comparte crédulo, pero convencido de que algún día serán atendidas por el Estado.
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El padre Ariel, Florencia, Bibiana y Orlando marchan al lado de unas niñas alegres que llevan sus cabecitas llenas de chaquiras. Rompieron el silencio que les había sido impuesto porque resulta imposible seguir callando ante el registro de 465 víctimas de desaparición forzada en el Puerto, entre 1990 y 2013.
Los marchantes se abren paso entre transeúntes y aunque las calles están atestadas de ellos, de conductores, vendedores y bonaverenses en general, a veces resultan invisibles por esa homogeneización del horror. “Romper con ello es una tarea titánica, pero no imposible, concluye el padre Ariel.